Esperanza

Conocí a mi hermana Esperanza cuando ella tenía casi diez años. Aunque, realmente no tuve conciencia de ella hasta años más tarde, claro. Ella sí tuvo conciencia de mí de forma inmediata, era la segunda niña e imagino que el nacimiento de un pequeño enano, casi 10 años después, debió ser para ella una conmoción. Comento esto último porque, según me narraba mi madre, ella se comía mi papilla cuando la dejaban a mi cargo y, más aún, cepillaba mi cabeza, de pelo ausente, de forma insistente y sin importarle que “el niño” llorara de forma desconsolada. Claro que ella lo hacía por un bien mayor, estimular hasta la dermis mi piel craneal para que naciera pelo rizado y abundante, o al menos esa era la excusa. 

Mientras yo crecía, ajeno a las vivencias, experiencias y desarrollo emocional de mi hermana, ésta veía en mí a un pequeño ser travieso y en constante disputa con ella. Imagino que me vería como al usurpador de atenciones, el lastimoso mocoso con ataques de asma que requería de especial cuidado o el sempiterno incordio de cualquier momento, situación y escenario. Y estoy seguro de que no le faltaba razón.
Recuerdos en mis veranos Alpujarreños como la seguía, la incordiaba durante los bailes en los días de fiesta, si la veía tomando algún refresco con algún muchacho del pueblo, me acercaba a su mesa, acercaba una silla y, sin consideración ni invitación alguna, me sentaba con ellos y de forma decidida le indicaba al dueño del bar, “yo, una coca-cola con cacahuetes”.
Pero, aunque escudriñara en mis defectos y me considerara responsable de la pérdida del equilibrio familiar y de su dimensión de espacio-tiempo, siempre atesoró el temple necesario para no sacarme de su espacio y para compartir, años más tarde, su pasión por escribir.
Esperanza era especial, una niña atrapada en tiempos de adultos, leve y frágil en su manera de sentir y percibir, y decidida, firme y comprometida en su forma de proceder. La musa de sus “niños especiales”, así me gusta recordarla. 
Ella me enseño a entender lo especial de las cosas diferentes, me enseñó a ver con otros ojos aquella realidad que no entendía. Me descubrió que la naturaleza forma a personas de manera distinta pero no diferente. Y que cada ser humano percibe la realidad de manera, que muchos coincidimos en la misma percepción y que otros la vivencia de manera distinta, acomodados en cuerpos y mentes que son minoría dentro de lo que entendemos como lo frecuente o normal. “Sus ojos miran de forma diferente y son reflejo de otra dimensión sensorial que nosotros no percibimos”, me decía. “Mis niños especiales son seres diferentes a nuestros ojos porque no podemos asimilar ni entendemos la realidad en la que realmente viven”. Sus ojos claros te miraban con tanta dulzura cuando hablaba de este tema que, sin querer, te sentías desplazado del espacio en el que transcurría la charla y, absorto, te veías asomado a una realidad distinta a la que habitualmente estamos acostumbrados.
Esperanza sentía y percibía de manera excepcional, su corazón galopaba con sensaciones que la rozaban como una pluma, se emocionaba con las delicadas siluetas de cualquier sentimiento y lo hacía crecer hasta envolverte en esa sensación con la delicadeza de un velo de gasa deslizándose por tu cuerpo.
Vivía de manera intensa y apasionada y nunca perdía la sonrisa, salvo por los instantes en que el desconsuelo nos oculta el alma y nos arroja a ese lugar oscuro de la pena. Pero su pena era corta, en un instante mudaba el semblante y miraba inquieta como buscando la solución que salvaría la congoja, y sonría de forma leve, miraba de forma eterna con sus ojos claros y movía lentamente la cabeza mientras su labio inferior acariciaba con suavidad al de arriba en gesto inconsciente que repetía con frecuencia.
Colmó sus sueños con su amor bohemio y estalló de felicidad cuando fue madre. Cuidándolos fue construyendo su vida madura y cuidándolos se despidió de ella.
Jamás perdió la esperanza, nunca abandonó el deseo de seguir viva y cercana. Mientras le hablaba de su enfermedad, estadios, tratamientos y pronósticos, sentados los dos junto a una mesa de camilla, veía retirar su mirada de la mía en un gesto de necesaria ausencia, pero no de negación ni de derrota. Asumió la situación con gesto calmado, con dignidad y aplomo. Mientras yo evitaba que mi rabia aflorara y que se mojaran mis ojos, ella apoyó su mano en mi brazo y me dijo, “tu no te preocupes, que vamos a salir de esta”. Y luchó y batalló, rió y lloró, nos regaló cariño y preocupación, nos dejó el ejemplo de una mujer fuerte y decidida a no perder la esperanza. 
Recuerdo cada día desde aquella tarde en la que hablamos de lo que sólo para mi era inevitable, recuerdo cada instante y cada momento vivido a su lado. Los días, semanas y meses embarcados en la rutina, viviendo y peleando, esperanzados en cada día ganado al destino.
Recuerdo los cambios en su aspecto, su voz quebrada de los últimos días y sus ojos claros y limpios. Su gesto con el labio, los movimientos pausados de sus manos, los leves cambios para soportar la pesadez en su brazo, los titubeantes inicios de sus frases y, sobre todo, el amor infinito por su hijo y por Ernesto. Jamás olvidaré su mirada y su sonrisa ladeada al compas de nuestros cuidado.
Quisimos ser testigos de todos sus momentos y anduvimos calmados muchos días de Esperanza.  

18 de diciembre, festividad de la Virgen de la Esperanza

A tu memoria hermana, (Esperanza, 1953-2006)

José Antonio González Correa



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