El arriero



Iba siempre delante del burro, tanto si llevaba carga en los serones como si no, con el propósito de aliviar al animal la jornada. Aunque la de hoy era especialmente larga. Había depositado con cuidado los recipientes con 2 arrobas de aceite, una en cada serón. El aceite no llevaría más de una semana fuera de la almazara y mantenía un olor intenso y afrutado. Era invierno y la mañana invitaba a cubrirse bien la cara y las manos, el viento que soplaba desde sierra nevada no permitía ser descuidado. Cuando deambulaba cerca de la Ermita del Padre Eterno, el camino se dibujaba entre el blanco de la nieve que se había derramado la noche anterior. Había dejado detrás algunas chimeneas humeantes y olido ese característico aroma dulzón y áspero que generan algunos troncos húmedos al ser consumidos por el fuego.
 
Durante su caminar arriero, ni lento ni rápido, manteniendo el ritmo del animal en la subida, bien llevando la soga a modo de comba sobre la espalda, o tirando de ella para acelerar el paso, su cabeza dibujaba escenas cotidianas en torno a su casa, su familia y sus anhelos.
 
Recordaba la noche anterior, sentado en la pequeña cocina, al lado de la chimenea, observando las ascuas encarnadas y el curioso e imprevisto baile de las llamas. Sobre la mesa de la cocina una sartén con gachas, sobre las que se había vertido una sopa de pimientos y tomates. Justo detrás, sobre la estructura de ladrillo que servía de sustento para la pila, un plato de gachas con algo de miel por encima y unas almendras. Dentro de la pila, unos pocos platos correspondientes a la cena de las dos niñas y de su madre. El grifo goteaba y, ensimismado, observaba como la gota descendía sobre los platos, atravesando aquel espacio de sombras que sobrevenían incendiadas por el fuego en la chimenea.
 
Él había vuelto pasadas las seis y media del campo, con una carga de hierba para esparcir por la cuadra y mezclarla con algo de paja. Como siempre, se entretuvo en quitar los aperos del burro y colgarlos sobre un estante o colgarlos sobre dos gruesos clavos. La cuadra quedaba a unos 5 minutos de la casa, ambas ubicadas en la calle Real de Órgiva.
 
Su mujer, bajaba las empinadas escaleras de la casa y entraba en la pequeña cocina donde él esperaba. Entre sombras cenaron gachas de primero y de postre. El calor de la chimenea era agradable, un lujo, pensaba, mientras conservara la leña de la poda de los olivos, era un lujo del que podían disfrutar. Ese calor y la luz inconstante hacían que el rostro de su mujer mostrara un aspecto saludable, chapetas y labios encarnados. La miraba en silencio, mientras ella había vuelto su rostro hacia la chimenea. Ahora el fulgor de las llamas hacía brillar aquellos ojos claros, los mismos que hace años contemplo en una fotografía que, a pesar ser en blanco y negro, parecían transparentes, tanto que imaginó que así debían ser los ojos de los ángeles.
 
El recuerdo a la noche anterior le hizo sonreír y sentirse afortunado, a pesar de lo duro del camino, la tozudez ocasional del animal que le acompañaba, el viento delirante que se descolgaba de sierra Nevada, el frío y el manto blanco que cubría el sendero. Más aún, cuando después de una bajada de aproximadamente un kilómetro, el camino viraba a la izquierda y el Mulhacén, completamente cubierto de blanco, aparecía majestuoso con las primeras luces del día. A pesar de acumular cansancio, tras casi dos horas de caminata, el arriero se animaba a componer coplillas en su cabeza, recordando cuentos de antaño y el perfil de la mujer de la que siempre estuvo enamorado.
 
Invades mi cabeza, aquí,
mientras deambulo por el sendero.
Imagino ser el último morisco,
llorando la pena por dejar la sierra,
y enterrando como tesoro:
un alma enamorada de la nieve,
como enagua que la cubre,
de la luz como candil de ocaso,
de las aguas derramadas,
alocadas por las acequias,
deseando preñar la tierra.
Te llevo por los caminos,
al compás del paso
de un viejo animal,
imaginando tu talle,
tus labios incendiados de calor,
tu cara, tus besos, la pasión,
y el agua clara de tus ojos,
como un remanso de descanso, …,
¿Qué más podría pedir yo?
 
José A. González Correa, 1 de noviembre, 2025.






Comentarios

  1. Debías estar con tus alas aún, pero pegaditos a ellos como si te mecieran en sus brazos porque seguro que fue así como cuentas

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