Un vecino ha muerto

Las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de la Expectación tañen, dos toques de la campana grande, seguidos de un toque de la pequeña, ha fallecido un hombre en el pueblo. 

No tendrá más transcendencia, salvo la pena que aflija a la familia, a algunos conocidos o a un puñado de vecinos. Era un vecino más en el pueblo, nada especial como para que se reseñe en algún otro sitio, no porque no lo fuera, solo porque le había tocado vivir ser uno más. 

Sin embargo, fue uno de esos hombres que, callado, casado y humilde, trabajó su jornal sin peros, cultivó su finca, fumó y bebió como el resto y creció, con la mansedumbre de aquella España esquiva.

La España en blanco y negro que adoraba toreros, cantaores, folclóricas y que, atenta al transistor, festejaba los goles y las pocas proezas del deporte individual (Santana, Bahamontes, Carrasco, …, Paquito Fdez. Ochoa).

La España de dirigentes bajo palio que se preguntaba a quién servía la Iglesia, más preocupada de no perder posición que de enmendar injusticias. Aquella España de la misericordia, los viernes de vigilia y las limosnas.  

En esa España, en concreto en un trozo de Andalucía, La Alpujarra, ahí decidió el destino que nacería este hombre que hace unos días murió. Y nació cuando la Alpujarra no tenía ni carreteras, solo frío, calor, moscas y pobreza. Aquella Alpujarra en la que las fértiles tierras de la vega del río Guadalfeo eran de unos pocos, mientras el resto sostenían la tierra con balates de piedra. Dónde ser de una determinada manera, jugador, misógino y pendenciero, eran atributos de unos pocos, y sumisos, callados, resignados y hoscos, los de otros muchos. Tierra preñada de mineral que daba mal de comer a unos cientos de mineros. El último bastión morisco, dónde los tesoros solo existieron en los cuentos narrados al calor del brasero.

Y minero fue el vecino fallecido. Pero no solo trabajó en la mina, también en una fundición de plomo, enfermando poco a poco como tantos otros obreros que arañaban la tierra o fundían el metal. Trabajo aterrador, un contrato de condena a muerte.

Si volvemos la vista atrás nos encontramos calles sin asfaltar, el agua haciendo riachuelos entre las filas de casas. Casas de anchos muros, con tabiques ahuecados para guardar el grano y algo de estraperlo, con la cuadra pegada o bajo la edificación, sin agua corriente y con los ingeniosos tinados (“tinao”, como se denominan en esa zona) que configuraban soportales y permitían una superficie extra como secadero. Estas construcciones que hoy atraen al turismo rural permitían un hogar y subsistir humildemente. 


Delgado y fuerte como un junco, con ojos abatidos y tantas arrugas como surcos labró en la tierra, lo recuerdo. Fumando tranquilo mientras, abiertas las tornas en la melga, el agua discurría con espíritu inquieto entre olivos y naranjos. Con las botas de regante, una pequeña azada y la linterna caprichosa, sentado junto a su pequeño cortijo, lo recuerdo. Como también recuerdo la frase que repetía, ya fuera porque la acequia estuviera obstruida en cualquier recodo de las laderas de la sierra o, bien porque algún mal regante aprovechara el paso del agua cuando no le tocaba, esa frase aparecía en su boca cuando el agua mermaba: “yo sin agua no se regar”.

Una vida llena de vicisitudes y trabajo diario, calmada en su rutina por aquellos ratos labrando la tierra, algo suyo en lo que derrochar el esfuerzo, cuidando con esmero las dos obradas de labor en la Vega. Al fin de cuentas, cuando labras aquello que tanto sufrimiento costó adquirir, cuando eres tu propio dueño y calmas la sed de los árboles durante el verano, escribes tu propia historia, aunque nadie la conozca.



José A. González Correa

Órgiva, agosto 2023





Comentarios

  1. La vida dura de una época que fue dura, en unos sitios más que en otros, descrita con verdad y arte. Descanse en paz este hombre.

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  2. Cualquier tiempo pasado no fue mejor...tiempo de penurias

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