Noticia triste


Noticia triste

Se cerró la puerta detrás de sus pasos. Al sol le quedaba derramar algo de luz sobre aquella tarde. Ella comenzó a caminar sin prisa, acompasando sus historias más recientes y cercanos reflejos de dicha y de ilusión recién estrenados.
Su alma cierta, su empeño y su deseo de vida, encaminaron sus pasos, decidida a dejar acunar su cuerpo con los tibios rayos de luz del cercano solsticio de invierno. Una imagen repetida en muchos lugares donde, como en un cuento, todas las historias comienzan abrazadas a la esperanza.
Historias como un vaivén de olas y sentidos dispuestos a dejarse arrullar por ellas. Cuentos de princesas y hadas que nunca sospechan que el horror puede cambiar las historias.
Sentado frente a este trozo de papel, aterido del frío de una realidad asesina, recuerdo como creció la princesa de mi cuento. Y lo hago imaginando cientos, miles de cuentos escritos por papas y mamas de tantas princesas. Cuentos escritos con cada mirada, con cada sollozo de madrugada, con el brillo de las luces de navidad reflejada, como adornos, en la pupila incrédula de nuestras niñas. Cuentos de noches en vela bajando la fiebre de esas pequeñas, acomodando su dolor y acariciando, con el dorso de nuestra mano, las lágrimas de desconsuelo.
Historias enmarañadas entre disfraces y temblorosos píes sobre tacones, imaginando volar en el tiempo y sentirse mayor. Trozos del diario que cosemos con cada hoja de almanaque en la que marcamos sus cumpleaños.
Ajenos a que el cuento tenga un final distinto, olvidamos la niebla y el recodo oscuro del camino donde almas innobles se apoderan de las sonrisas de nuestras princesas. Las de las pequeñas hadas de un cuento que no pueden entender que han de tener miedo a las sombras.
Por ello, por un cuento inacabado sin más explicación que la ausencia de sentido, noto que mi alma pesa más de veintiún gramos, sin saber si es la pena o la rabia la que altera mi conciencia conectada a los demás.
Siento que otra alma de deshilvana de este entramado de energía que nos conecta. Y el sentimiento es aún más intenso cuando pienso en el dolor que me causaba ver caer a mi princesa mientras patinaba. O cuando sus desconsolados ojos se nublaban por algún contratiempo.
Tiemblo mientras pienso en el frío de su soledad abandonada, cuando, como un juguete roto, queda tirada al abrigo de la jara.
Otro sueño roto, otra historia truncada por la paralizada realidad de años de historia indolente sobre la violencia más cobarde.
La noche cerrada, aunque salpicada de estrellas y una luna de cuna, no debería haber sido el paisaje donde finalizar una historia, un cuento inacabado. No hay consuelo que asista pasar la página de una historia y encontrar palabras interrumpidas.
Vuelvo la vista atrás y me veo mesando el pelo de mi hija, mientras le digo, con voz suave, “… si hija, los monstruos existen. Ten cuidado, no camines sola”.
¿Hasta cuándo?, …, estos cuentos con finales tan tristes.

A ella, a ellas.

José A. González Correa

Comentarios

  1. Y tantas otras que vivieron de niña un susto que quedó para ellas y sus madres

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