Las tardes y los sueños

Las tardes y los sueños

Las tardes de invierno son como cualquier tarde del resto del año, marcadas por la rutina que se ha encajado entre los resquicios de nuestra vida, rutina que convive con nosotros e incorpora lo común a lo habitual. Las tardes anuncian lo inevitable, que el día se acaba y tenemos que acomodar el paso al sosiego necesario que nos permita seguir caminando a la mañana siguiente. Por eso las luces se van tornando a colores pasteles teñidos de añil y rosas cargados de sombras. Lo que ocurre es que habitualmente no estamos en disposición de apreciar esa fantasía cromática, dado que acudimos deprisa a reencontrar la rutina del descanso necesario. Si cada atardecer nos alcanzara, la luz filtrada de las nubes en retirada, sencillamente, nos paralizaría. Coches parados en plena autovía, naves varadas y viandantes inmóviles mientras el milagro cotidiano se hace visible, apartando durante breves minutos la calculada y precisa planificación de lo diario.
Lo único que diferencia a una tarde de invierno de una de verano es el momento en el que llegan, si miramos el reloj con el que tomamos el pulso del tiempo. Tardes en definitiva, tantas tardes transcurridas desde que nacimos y, quizá, tantas tardes que nos aguardarán en un futuro.
Las tardes del fin de semana de este mes de enero son tardes de faena, ajetreo de recogida de lienzos tras terminar una jornada “trepando” aceitunas. Y son tardes para soñar, mientras recupero mi cuerpo de la humedad y el frío junto a una chimenea. Ese espacio sin miedo, como un teatro de luces y sombras donde las llamas bailan, suben y bajan, se alejan y lamen la madera, acabando con la vida aplazada de lo que fue un árbol (sostén de hojas y anfitrión de encuentros). Aun noto las manos tensas, cansadas y doloridas, manos que acarician este teclado que permite conectar lo que siento a un papel imaginario, como un milagro que permite trasladar lejos el pensamiento que nace después de quedar hipnotizado por el fuego.
Solo tardes, que se desvanecen mientras mis sentimientos, vivencias y anhelos, tejidos como una cadeneta de croché, van enmarcando de forma imaginaria la chimenea. Chimenea que, ahora, es el teatro de mis sueños. Descosidos sueños que van volando donde nada se encuentra: el rincón olvidado de las cosas.
Se gastan las tardes y se gastan los sueños, no se guardan en ningún lugar, no los sostiene el tiempo, se deshacen como las minúsculas partículas de polvo se desvanecen ante la luz de sol filtrada por una rendija.
Tantos sueños gastados, acabados sin haber existido, solo el momento de cerrar los ojos y mantener el aire quieto en nuestros pulmones, un instante que certifica la esencia de lo inevitable, el final de lo que habría sucedido.
No sé cómo expresar lo que dura un sueño, porque lo que no se alcanza se olvida, hasta que surge un nuevo intento. Pero suele funcionar cerrar los ojos entre línea y línea, cada impulso de sensaciones cae con suavidad sobre este espacio en blanco que, por arte de magia, va apareciendo ante mis ojos, mientras mis dedos siguen un ritual de movimientos que solo ellos entienden.
Por si sirviera, he puesto mi rutina en “stand by” y abro la válvula que atenaza mis sentimientos en lo diario, y así, dejando volar lo que aguarda en mi alma, espero que mi cabeza conduzca, defina, matice, acomode y componga un soneto (aunque no atienda a las sílabas acordadas por la métrica).


En ausencia de luz desde un lugar de la nada
camina con incertidumbre y se asoma despacio,
sin esperar el corazón late y deja el espacio
donde se acomoda y sentimos que nos agrada.

Teje con hilos de sensaciones una silueta alada
que escapa de mi conciencia y la observo reacio,
mientras mis manos le construyen un palacio
se aleja y me deja despierto con el alma mojada.

Acaricio el espacio que dejó el sueño acabado,
y seco la humedad del alma con tejidos de recuerdos,
esperando que arropada permanezca dormida.

Tan intenso fue lo vivido que apenas terminado,
vuelven, desde un lugar de siempre, sentimientos eternos,
los mismos que acunan y envuelven la rutina asumida.

José A. González Correa

enero-18

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