¿Qué estamos haciendo?

¿Qué estamos haciendo?

Hemos cerrado la frontera de nuestra conciencia, permitiendo que los acontecimientos se arraiguen en nuestros sentidos sin que desnuden, salvo en ocasiones, nuestros ropajes de cómoda seguridad. No renuncio al bienestar que me permite escribir estas líneas en un ordenador portátil y, también, desde la comodidad del salón de mi casa, colocarlas, atendiendo porqué no a un gesto autocomplaciente, en la red de redes, escaparate social donde a menudo consolamos nuestro aburrimiento. No quiero permitirme la petulante tarea de despertar el sentido social ni arbitrar las sensaciones de quienes me lean, solo mostrar los sentimiento que me paralizan con cada imagen y noticia que me acercan la cara aterrada o perdida de un niño, perplejo ante un mundo que lo rodea completamente ajeno.
Observo la mirada atónita de un niño delante de una tienda de campaña, la escena me descubre cientos de tiendas asentadas sobre un lodazal, bajo un cielo gris plomizo y desesperante. Imagino el día a día de ese niño, perdido entre ese mar de nylon que dispone el asentamiento de casas con puertas de cremallera. El frío que lo atenaza y el vaho desprendido en cada suspiro. Pienso en la desesperación de su padre, abrazando el sinsentido de una situación de la que ni él ni su hijo son culpables, huyendo de un lugar a otro para evitar morir tiroteados o aplastado por el desplome de un edificio bombardeado.
En otra imagen se los representan, otros protagonistas pero la misma dramática historia, cruzando un río con un caudal importante con el fin de ganar una frontera que evite la deportación. Ahora la cara del niño transmite miedo, subido a horcajadas sobre los hombros de su padre no puede evitar que sus ojos oscuros disipen una tristeza y un temor que me deja helado. Quizá sea el frío que transmiten sus caras y el hecho de que sus ropas de abrigo estén empapadas. Unos voluntarios los ayudan, mientras que los periodistas se convierten una vez más en testigos incómodos del drama, tanto que algunos resultaran detenidos.
El cuerpo tendido de un pequeño sobre la humedad de la arena de una playa avergonzada, levantó un clamor de indignación, por sus ropas occidentales y reconocibles, por la vulnerabilidad de su figura, por el hecho de reconocerlo en nuestros propios hijos, … y reclamó el fin de nuestro letargo. Pero duró poco.
Las playas se siguen preñando de desesperación y de muertos, de frío y de cuerpos ateridos y asustados. Siguen albergando la solidaridad de los que se afanan en ayudar a transitar lo imposible, mientras que no se arbitren soluciones que atiendan el problema en origen y a los damnificados en destino y, sobre todo siguen esperando la vergüenza de los responsables.
Los campos de refugiados están a las puertas de nuestras ciudades, los hacinamos como basura, mostrando la justa medida de la consideración de una sociedad avanzada, aunque no da ni lo justo para aliviar las necesidades más básicas. Los campos de refugiados son recientes, motivados por los conflictos que occidente no ha querido evitar, mientras que atendía a la necesidad de repletar su alacena de poder, intereses y dividendos. Hemos tenido y tenemos otros campos de indigencia consentida, barrios marginales donde las calles se convierten en los mismos lodazales que atendemos en lugares lejanos, con los mismos perros ladrando y con la misma felicidad de los niños pendiente en calmar el hambre y aprender rápido a buscarse la vida y acariciar los mismos sueños que los otros niños.
Sobre esos campos, sobre las calles de poca luz atestadas de chabolas, sobre las playas abatidas por olas y pateras, el mismo desatino, el mismo destino incierto, el mismo silencio raído de pesar y pena, solo sobresaltado por toses, algún lamento, voces de indignación, denuncia y por la aplastante indiferencia de quienes manejan nuestros designios, más preocupados en cerrar fronteras y bocas que en alimentarlas y dignificar una humanidad que hace tiempo camina perdida.
Y no puedo olvidar a las miles de personas, mucho más solidarias que yo, que dejan sus hogares, trabajo y la comodidad en la que yo me encuentro, para ir a lugares lejanos y cercanos a mitigar la miseria, la pena, el hambre, la enfermedad o el miedo.
Y, por supuesto, no olvido a los representantes de los gobiernos de los países del primer mundo dándole la espalda a esos niños, con la excusa de salvaguardar mi propia tranquilidad y comodidad. Quizá representan nuestra propia hipocresía, la misma que yo, posiblemente, encierro ahora calmando mi conciencia o serenando mi alma después de ver atónito campos de refugiados, fronteras custodiadas por alambre y armas, chabolas en el extrarradio de nuestras propias ciudades, pateras desbordadas y siluetas de gente sin nombre que yacen inertes.
Vivimos en una cuenta de valores donde se suman superávits, muertos, desplazados, gestos, promesas y mentiras al abrigo de una globalización que deshumaniza a la vez que abre los ojos a la despensa consumista de occidente. Dónde la ciencia y la cultura subsisten frente la banalidad y la egolatría de patanes que ocupan programas de televisión y noticias, conformando un circo romano que idiotiza a la sociedad. Sociedad, en general, que se paraliza ante la gesta de un futbolista y que asiente atenta al balbuceo reiterativo y repetitivo de su proeza. Aunque no es más que la válvula de escape que nos disponen para que no estalle nuestra indignación ante el atropello diario al que nos someten. Somos disciplinados, trabajadores, soñadores, acomodados o buscando acomodo, sufriendo las consecuencias de un desvarío económico que no hemos provocado, solo soportado. Pero a pesar de nuestros problemas y sin políticos de altura que nos ayuden, tenemos politólogos, demagogos y tertulianos al servicio de los antes citados, me sigo preguntando ¿qué estamos haciendo? Yo, sinceramente, tengo la certeza de que no hago nada.


José A. González Correa

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