El sacrificio de los peces: una crónica estival
Mientras que se reagrupan, revisan con entusiasmo las capturas realizadas. Han diseñado una especie de envase-trampa con una garrafa de agua de 5 litros para conseguir que incautos peces se introduzcan en el engaño, posteriormente sacan el invento del agua y depositan a sus víctimas en un cubo convencional de color azul. Todo muy entretenido, menos para los peces. En el último recuento, alguna de las sobrinas herederas de las titas, exclama: “se están muriendo”. Claro, pienso yo, ¿qué esperabas?, mientras elucubro en mi interior (evidentemente considero inapropiado verter mis pensamientos de forma abierta vaya a ser que aprendan algo, aunque realmente lo hago por el temor a ser gritado e insultado), dónde han quedado las clases de biología, naturaleza o como se denominen ahora las ciencias de la vida. No te enseñaron que los peces utilizan el oxígeno del agua, pero, claro está, el oxígeno está en una cantidad finita y cuando se agota los seres vivos que lo necesitan, para eso mimo que es vivir, se mueren. Por cierto, empiezo a pensar sobre si sería necesario algún otro cambio estructural en el sistema de enseñanza. Lo digo por aquello, tan básico, que sirva para concienciarnos algo más y que la extinción del ser humano no alcance a esta misma generación. Hemos perdido la noción de mesura, malentendiendo que aunque el universo se expanda de forma infinita (lo cual no es del todo cierto, pero no estaremos por aquí para comprobarlo), la vida, la existencia, la naturaleza, los recursos, son finitos.
En cualquier caso, espero que las titas o algún otro adulto de esa manada playera se manifieste con lo evidente, “echemos al mar a los moribundos a ver si alguno se salva”. Pero no, una de las titas dice, han dicho los niños (genérico) que nos los llevamos, ellos los limpiarán y los utilizaremos de cena. A los cual, el resto de los adultos asienten. Efectivamente, no queda otro remedio para esta humanidad que acabar por sucumbir a si misma. Me habría gustado explicarles los siguiente, “verán, los niños no los van a limpiar ni ustedes tampoco, por varias razones, primera por su tamaño, en segundo lugar porque cuando vengan de zamparse una paella con su vino tinto con casera, o no, con cervezas, o no, o con lo que sea, sudorosos de la caminata, con ganas de entrar en trance “siestero”, comprobarán que el agua que sirve de mortaja a los peces está a 40 grados o más, entenderán que se han puesto malos y terminarán, en el mejor de los casos, en el contenedor de basura que hay junto al paseo marítimo que pone límites a la playa”. Ya me gustaría que se los llevaran, hicieran que los niños los limpien, llenándose, su dedos digitales de Instagram de vísceras y sangre, que luego los enharinaran y se los comieran uno a uno con sus correspondientes anisakis y, que sin ser grave, les pusiera la barriguita durante unos días a punto de caramelo líquido. Pero no, acabarán en el contender, como hacemos con todo lo que no nos sirve, todo al contenedor, donde no vemos ni sentimos la destrucción paulatina de las cosas que nos rodean, naturaleza incluida.
Cuidado, que aún faltaba el tito intrépido, que, recién llegado a la manada playera, exclama: “¡quien se viene (añado yo en mi imaginación con este lobo marino, más que de mar, con este espécimen de miles de daños anterior al homínido que precedió al homínido que precedió al australopiteco) a cazar pulpos!”. Eso es, a seguir esquilmando la naturaleza, ahora en forma de buzo de fin de semana. Por cierto, podría recordarle que su captura está totalmente prohibida, pero claro, por los mismos motivos antes aludidos, no lo hago.
Parece que no tenemos bastante con sobreexplotar los recursos naturales, dentro del marco geopolítico y administrativo de tratados y convenios, es decir, no nos basta con ir al supermercado a retirar toda clase de productos alimenticios, sino que, como nuestros antepasados homínidos, tenemos que ir a cazarlos, capturarlos o lo que sea. Total, por pura diversión que maldita la gracia que tiene y la jodida necesidad que representa.
A todo esto, se cumplió el pronóstico, nada meritorio ni digno de Nostradamus, la manada playera volvió con todos sus integrantes saciados y, mientras unos se tumbaban en las toallas a iniciar el “standby siestero”, las titas revisaron con asombro el caldo de pescado cocido y, claro, exclamaron: “esto ya no se puede comer” (ni antes tampoco señoras, el pez mas grande capturado no llegaba a los 2 cm). Así que, en un alarde de generosidad cómplice, procedieron a tirarlos al contenedor de basura. Así daban una gran lección a la manada de niños, no os preocupéis, nada tiene consecuencia si tenemos cerca un contenedor. Y, no, no hace falta que repaséis las clases de naturales o de ciencias de la vida o como se llamen ahora, que para estar en esta sociedad solo necesitáis mano con Instagram y con los corazoncitos que os pongan vuestros seguidores, lo demás, da igual, es naturaleza muerta.
Posdata: no pretendo concienciar de nada ni a nadie, porque a quienes le parezca mal la actitud de la manada playera, serán a lo mejor quienes ayuden a conservar lo poco que nos queda de vida. Y quienes se sientan reflejados y me vean como un “hater”, me desollarán como lo hubieran hecho con el pescado (en caso de haber sido más grande). Pero vivir entre el “like” o el “hate” es lo que tiene. ¿Y eso me importa?, pues eso.
José Antonio González Correa. Agosto 2025
¡Buena reflexión!
ResponderEliminarSi no fuera un tema tan serio, tendría hasta gracia.
Así me he sentido alguna vez con ese tipo de gente y por qué no decirlo,"gentuza" que van esquilmando todo a su paso y se quedan tan panchos.
Un abrazo, José Antonio.
MD