Los ojos del ángel



En noches como esta, a punto de ir a dormir, vamos caminando con algo de pereza, quizá por beber un vaso de agua, y pasamos cerca sin percatarnos, allí donde la magia en forma de recuerdos está aguardando. Así es, pasamos junto al rincón de las cosas olvidadas y, como en otras ocasiones, ocurre.

El tiempo se detiene mientras los ojos, ajenos al momento, no nos muestran nada, solo un vacío que las imágenes evocadas del recuerdo va llenando. Y aparecen paisajes, situaciones y momentos que nos acompañan en silencio hasta  la cama. Entonces, al tumbarnos, se derraman invadiendo todo nuestro cuerpo, haciéndonos sentir las caricias, los besos, el viento entre los árboles, las nubes dibujando figuras, música evocada, sensaciones de calor y frío, bocanadas de nostalgia y la humedad que los ojos provoca la nostalgia recién derramada.

En mi caso ese rincón me acercó desde el otro lado una historia cierta, no un cuento como los de Dolores, sino un historia de amor que surgió de una fotografía.

Aquel hombre sencillo de hombros y brazos fuertes, de mirada franca y fija, estatura media y sonrisa tímida, tenía que viajar a Granada. Un familiar había fallecido y como era costumbre se acudía al duelo, al sepelio o ambos. Ajeno a las casualidades se desplazó hasta la capital nazarí. Su pueblo y el mío estaba aún intentando resolver como apaciguar el hambre que la guerra civil le había regalado. Era época de estraperlo, subsistencia y pocos caprichos. Un momento triste de nuestra historia que era difícil superar en el día a día. La obrada y media de tierra que labraba aquel hombre era todo lo que tenían él, su padre y su madre para vivir. Por eso el ahínco y la fuerza de los golpes de azada y el sudor derramado hacían germinar la tierra con la abundancia necesaria para dar de comer. El resto consistía en cambiar aceite por harina o maíz por huevos.

Viaje complicado por aquellos tiempos, malos caminos, peores carreteras y tartanas a modo de vehículos de viajeros. Sin embargo, y pese a lo tediosos del viaje, allí estaba, acomodado en su traje de chaqueta de ocasiones especiales, con corbata negra y botón negro en la solapa, saludando con un abrazo a su primo hermano y recitándole la frase aprendida y ensayada, pero sincera, a modo de condolencia. Después entró en la habitación donde el fenecido, amortajado sobre la cama, descasaba para siempre con aspecto de hombretón dormido, más que de muerto. Besó a su tía y sintió un enorme escozor en la garganta, provocado por la dificultad de tragarse un pena, al tiempo que se santiguaba y rezaba musitando un avemaría.

Y como si la ausencia de vida dejara un hueco que el propio discurrir de la vida ha de llenar, al girarse para abandonar la habitación, sobre la cómoda que confrontaba los píes de la cama, aparecía enmarcada, entre otras fotos, la de un ángel. De mirada intensa, sonrisa contenida y porte de artista. Sus ojos registraron los detalles de aquel retrato, su pelo, su boca perfilada, el contorno de su rostro, incluso, el blanco de su blusa sobre la solapa de la chaqueta. Sin embargo, no podía apartar la mirada de los ojos que iluminaban aquella foto, los mismos que descubrió más adelante frente a él. Aquellos ojos de agua y cielo, transparentes como el rocío que empapaba sus albarcas durante las madrugadas en las que recorría las acequias como fiel de riego.
Al salir del dormitorio donde yacía el difunto, volvió a encontrase con su primo y sin preámbulos le preguntó sobre el ángel. Aquel le describió que era su prima que vivía en Málaga, nacida también en el último reducto morisco y mucho más guapa en persona, aunque con mucho carácter (apostillado este último detalle con le hecho de que su padre era militar).

Y aquel labrador y arriero regresó al pueblo, deshaciendo el camino de ida con las mismas incomodidades que lo habían acompañado. A ratos pensando en aquellas familia apenada y vencida que habías dejado en Granada, y a ratos navegando en el mar en calma de los ojos increíbles de la fotografía.

Y como el destino quería que así fuera, todo se fue preparando para que hoy, muchos años después de la visita por infortunio, yo pueda escribir esta historia. Porque, el hombre de sonrisa tímida coincidió, en otro funeral, con el militar alpujarreño, y con el respeto que la ocasión merecía y con la determinación que le impelía su corazón, le pidió permiso para conocer a su hija, el ángel de la foto. Caminaron hablando de cosas sin trascendencia, de familiares comunes y de conocidos a los que hacía tiempo el militar no veía. Caminaron lo que a aquel hombre de campo le pareció una eternidad, hasta que llegaron al domicilio dónde esperaba conocer si los ojos que se había apoderado de sus sueños, eran reales. Como era razonable, el militar lo hizo esperar abajo, dentro del soportal de un pequeño edificio de tres plantas. Al cabo de unos minutos tuvo ante si la mirada más limpia y dulce que jamás había imaginado y que lo acompañó, desde aquel día, el resto de su vida. Su sonrisa tímida de ladeó de repente, como si el corazón la volcara de tanto sentir, hacía el lado desde dónde palpitaba con fuerza. Y allí empezó otra historia, que llevará de la mano recuerdos que alcanzarán los rincones donde permanecerán olvidados, a ratos, durante el transcurso de la vida. La fotografía es la mirada que evoca aquellos momentos que fueron vida, la dieron y cosieron las alas de cada ángel que creció con ellos, pera esa historia es otra historia y ya fue contada.

José A. González Correa
febrero-2016

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