Navidad

Se acumulan sentimientos mientras la palabra se deposita, de forma suave y pausada como un minúsculo copo de nieve, sobre el blanco virtual del papel que simula la pantalla. A diferencia de aquel, la palabra depositada no se desvanece en agua, pero si que inunda, de repente, con imágenes y recuerdos traídos desde la memoria.

Navidad como un propósito o como una fecha de felicidad marcada en el calendario. Como la antesala de un futuro que se viene encima tras romper la última página del almanaque. Quizá con la alforja repleta de las metas conseguidas o, seguramente, con parte de ella vacía para alojar las ilusiones que encomendamos al nuevo año. Porque sin ilusiones no hay sueños y sin ellos la esperanza no aplacaría el desconsuelo.

Sentimos de manera distinta, cuando la realidad es que la vida nos regala a diario la felicidad que somos capaces de percibir. Solo tenemos que desterrar de nuestro consciente la dinámica que nos obliga a vivir por subsistir en un mundo diseñado para ser por tener. Sin embargo, un encuentro casual, una melodía, el aroma que dejaba un pastilla de jabón entre las sábanas guardadas, el sol a punto de dormitar o la luna haciéndose una cuna …, la última carta que el más pequeño de la familia escribió a los RRMM, …, cualquier banalidad entendida desde nuestro prisma de conquistadores de éxito, reparte 3 ó 4 gotas de felicidad que cambia la expresión de nuestra cara sin que nos demos cuenta. ¡Quien pudiera detener esos instantes para que se hicieran eternos¡

Pero han de llegar estos días de luces, guirnaldas, calles engalanadas y adornos para que percibamos lo elementales que somos. Para que nos demos cuenta que, en todo un año, solo nos visita un soplo nostálgico, solidario y compartido, ahora, cuando el otoño se acuesta para dejar que nos reine el invierno. Ahora somos capaces de acunar corazones y desearnos la dicha, compartiendo felicitaciones y ofreciendo, si no el alma, el cálido lugar donde se ubica.

Y lo hacemos desde la rutina de ser lo que somos, sin percibir la soledad de los soportales ni reparar en la mezcla de cartones y mantas que se disponen sobre el suelo, el suelo frio que persiste cuando las luces se apagan y los comercios echan el cierre. La otra Navidad, la que no cantamos en villancicos, la de todos los años, la de todos los días. La realidad es tan cotidiana que la convertimos en parte del paisaje.

La otra Navidad, la que alberga caras de pánico que nos estremecen unos segundos, mientras la noticia cambia y nos narran otra. Rostros como los nuestros, abrumados por la necedad del hombre y la avaricia de la minoría que desgraciadamente conduce de forma absurda el mundo. Rostros victimas de la intolerancia, la incultura, el machismo, la degradación, el hambre, la extorsión, el fanatismo, la miseria, …, la guerra, el ansia, la ambición, …, la inagotable estupidez humana. La Navidad de casas frías, de calles desiertas, de desolación y pánico, de un mar que te engulle sin alcanzar la orilla o de alambradas que mantienen a salvo a unos afortunados inconscientes de su realidad privilegiada.

Navidad, la de un niño sentado frente al árbol adornado con bolas, espumillón y luces que parpadean, casi hipnotizado por el juego acrobático de las bombillas que se encienden y apagan. En ocasiones, se levanta y golpea suavemente una bola esperando que se balancee y caiga o, a escondidas, comprobando el ligero calor que desprenden las bombillas (en la época en que las luces led no habían irrumpido en el mercado) mientras las toca. Ha pasado la tarde viendo ilusionado escaparates con todo tipo de juguetes, entre ellos un coche que puede ser dirigido con un mando, solo con la limitación de que el mando y el coche están unidos por un cable, increíble¡ Viendo enorme cantidad de muñecas apiladas que le parecen todas iguales y apreciando la perfección de un fuerte de la caballería americana, completamente rodeado de indios (policromadas figuras) y fuertemente defendido por soldados y oficiales de caballería refugiados tras las empalizadas. Le parece majestuoso porque él acostumbra a construirlo con material de casa, dónde cualquier objeto puede ser de utilidad y, también , porque su figuras son monocromáticas: indios de un verde, amarillo o rojo intenso y soldados y cowboys de la misma paleta de color único.

Navidad, la del abuelo que cumplía años en San Silvestre, desde el año 1900, y que ejercía de anfitrión y al que aquel niño adoraba como un héroe. La misma de brindis familiares que no dejan de repetirse cada año. La misma avocada al recuerdo, cuando al colocar los platos sobre el mantel recordamos los vacíos que se hacen inabarcables.

Navidad de sentimientos extremos, de recuerdos con la fuerza del presente que nos vuelca, como en un hechizo, el pasado. Navidades de siempre, de unos y otros, que desearíamos fueran las de todos.

Navidad del presente olvidado,
la misma que nos repara,
la misma que nos separa,
la que todo ocupa obligada.

Navidad de imágenes veladas,
recuerdos sumergidos tan dentro,
con sonrisa ladeada de corazón cierto,
y ojos de azul limpio que la provocan.

Navidad de humanidad sin huella,
de una soledad que asusta al frio,
de un caminar cansado sin camino,
sin rumbo y sin playa donde varar.

Navidad en los ojos de aquel niño
que recuerda los ángeles que lo acogieron,
su sonrisa torcida y sus ojos limpios,
las caricias de entonces y la nostalgia de ahora.

Navidad, caída sobre el falso papel de la pantalla y fundida en el deseo de que percibamos las gotas de felicidad todo el año, encaramándonos a la ilusión en cada oportunidad que nos de la vida.

José Antonio González Correa







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