Mis alas de ángel
Lo
que narro a continuación parece ficción, pero es algo que ocurre todos los días
y os ha ocurrido a cada uno de vosotros. Solo tenéis que cerrar los ojos e
imaginad que las cosas pueden suceder o ser entendidas con un filtro
extraordinario de realidad o, si preferís, de irrealidad.
El
día era claro y frio, propio de un otoño en la Alpujarra. Las chimeneas ya
lucían rescoldos desde hacía unas tres semanas y, de noche, el humo llenaba las
calles y las inundaba del olor dulzón a madera quemada.
La
noche anterior había sido fría, algo húmeda por la presencia del viento del
este, cargado de humedad del rio. La luna aun pintaba sobre el cielo su
blancura, en ese día frío y claro.
Mi
madre estaba en la azotea, tendiendo la ropa y un poco aterida por el frío. Musitaba
canciones de cuna y admiraba la luna entre prenda y prenda, que colgadas sobre
las cuerdas tensadas desangraban el agua acumulada.
Llevaba
puesto un camisón y una bata ceñida por una cinta ancha que no le correspondía,
pero que la entallaba a su cuerpo menudo. Tendida la ropa se proponía bajar a
la habitación de mis hermanas, bueno las que serían mis hermanas, pero yo tenía
que aparecer y así lo hice.
Mi
madre miraba la luna, a punto de apoyar sus píes sobre el primer escalón de
bajada, se entretuvo con algo que se interpuso entre la blanca figura y su
mirada. Era una pequeña silueta, un niño con dos bellas alas. El niño descendía
hasta ella de forma pausada, con larga calma se dejo acoger entre los brazos
que le ofrecía aquella preciosa mujer de ojos claros. Miró mi cara y yo sus
pequeños ojos celestes, dejé de tener frío mientras me acunaba y me quedé
dormido.
Mi
madre bajó callada, solo miraba mi cara y las alas que empezaban a desprenderse
lentamente de mi espalda. Esperó con paciencia a que se despegaran
completamente, entonces entró en el cuarto de mis hermanas, ahora ya lo eran, y
me colocó a los píes de la única cama que había en el cuarto. Me arropó con su
bata, que olía a lavanda y a muchas mañanas de trabajo y que, inmediatamente,
me dio el calor que necesitaba. Intenté mirarla de nuevo y noté como me sonreía
mientras rozaba mis mejillas con dos de sus dedos. No pude seguir mirándola,
por el postigo abierto de la ventana se colaba un rayo de sol cálido que me
cegaba. Mis hermanas se movían perezosa entre la ropa de cama.
-
Mamá?
-
Sí, duerme, contestó ella.
-
Que haces?
-
Nada, cariño, duerme.
Mi
hermana mayor se apresuró obediente y se acurrucó junto a su hermana.
-
Qué pasa?, dijo mi otra hermana.
-
Duerme, le musitó al oído, lo ha dicho mamá.
Mi
madre se apresuró a envolver mis alas entre sábanas que recogió del interior
del cajón de la ropa. Antes de envolverlas, las depositó en la cama, una sobre
otra. Las envolvió con cuidado, pasando suavemente su mano cada vez que hacía
un nuevo doblez sobre las alas. Terminado el cuidadoso proceso de envoltura lo
culminó entrelazando la cinta de su bata, finalizando con un pequeño lazo.
Pude
ver el cuidado y mimo que ponía en la tarea gracias a un doblez sobre la
colcha, provocado por los movimientos de mis hermanas, y que permitieron crear
una pequeña cubierta que impedía que el sol me cegara.
Mi
madre sujetó con las dos manos las alas envueltas, las beso y las colocó sobre
el armario. Se volvió serena y me miró, sonrió de nuevo y sus ojos aún lucieron
más claros. Se sentó a los píes de la cama y me cogió entre su brazos. Sin
dejar de sonreírme me habló despacio y sumamente bajo.
“Hijo mío, me dijo. Ahora eres mortal, ya no
tienes tus alas de ángel. Vivirás sintiendo cada día y cada noche. Llorarás por
lo que no tienes y serás vulnerable. Serás el dueño de una vida que te ha sido
regalada, para que regales la dicha de vivirla y de amarla. Deberás ser el
ejemplo que guíe las vidas que te sean encomendadas y lo harás invirtiendo tu
vida y llenando las otras de cariño. Y lo harás sin la magia de esas alas, que
permanecerán guardadas, yo me encargaré de custodiarlas. Sólo te las colocaré
en sueños, para que vueles por encima de tu alma mortal y salpiques de
ilusiones cada día en el que despiertes.
Tus alas no te pertenecen ya, hijo mío, y el
posible que las que lleve el día en que me vaya.
Las alas son la razón de entender la vida
y tu destino, desprovisto de ellas
tendrás que buscar la razón y construir tu propio camino, solo con el recuerdo
que te evoquen y que haré que recuperes mientras duermes, tendrás que
conformarte”.
A
continuación, me volvió a depositar en la cama y sentí frio. Desde ese momento,
hasta que empecé a acumular recuerdos en la memoria y ser conscientes de ellos,
solo viví de forma intensa mis vuelos en sueños. Mi madre cumplió lo que me
dijo y cada noche, cuando dormía, colocaba de nuevo mis alas y con ellas
ascendía y llenaba de ilusiones mi corazón para afrontar el día.
Mi
alas ya no están, sentí que se fueron abrazándola el día en que murió. Imaginé
como la hicieron subir con apenas un par de impulsos. Ya no están, o eso creía.
Mi
madre era un ángel que pudo conservar sus alas, muy pocas personas las
conservan en esta vida. Las utilizó dos veces. Sirvieron de escudo para enjugar
la pena de dos hijas que la precedieron. Y aunque las despidió serena, necesitó
el consuelo de sus alas para aliviar el dolor de perder a un hijo.
Nadie,
salvo los auténticos ángeles, puede utilizar las alas en esta vida. Pero si lo
hacen debilitan su poder, los convierten también en seres mortales.
Nunca
he buscado mis alas, pensando que estarían prendidas a mi madre. He soñado con
ella y he volado a su lado, pero creí que no estarían. Pero sí, sobre el otro
armario distinto a su primer cobijo, se encuentran envueltas con aquella sábana
y la cita de su bata. Y ella es quien me las coloca, todavía lo hace, pero debe
hacer un viaje largo y, por eso, no todas las noches mi alma se convierte en el
alma inmortal que evoca y acoge toda la ilusión posible con la que emprender el
día.
Cuando
era niño apartaba mis miedos imaginando que una burbuja me envolvía y quedaba a
salvo de horrores inimaginables. Sin embargo, eran las alas que mi madre me
prestaba sin que yo fuera consciente. Así, con la serenidad de saberme a salvo,
no tenía ningún problema en volar dentro de mi burbuja imaginaria, adentrándome
en bosques en plena noche cerrada o ascendiendo a cotas de enormes cortados y
taludes.
He
vivido, como podéis comprobar, sin la ayuda de mis alas el diario de mis días y
muchas de mis noches. La inmortalidad no es un atributo de los seres humanos y
es el regalo por elegir nuestro destino, libre y sin ataduras. Al menos esa es
la esencia de nuestra alma perecedera. La realidad la conocemos demasiado bien como
para que ahora pierda el tiempo en narrarla.
He
crecido desprovisto de alas, lo que imagino que a todos nos asustó al
principio, aunque no tengo conciencia de ello. Recuerdo que mi niñez estuvo
salpicada de increíbles momentos ilusionantes, repletos de sueños fabulosos y
de mañanas soleadas en fin de semana. Aquellas mañanas en que mi madre me
sacaba envuelto en una toalla, temblando tras abandonar la calidez del agua de
ducha. Me llevaba en brazos hasta su cama y me recostaba junto a mi padre. La cama
era una enorme nave blanca, cálida y de velas perfumadas. Mi padre me sonreía
mientras yo buscaba su calor y asía su camiseta como si fueran trinquetes sus
tirantas.
Las
sábanas se arbolaban como por arte de magia, como si la brisa marina arrimara
por barlovento. Sus brazos, como mástiles de proa, sujetaban el velamen al hilo
de mis vaivenes por cubierta. No necesitaba mis alas para volar y navegar entre
nubes, mientras el sol se esparcía desde la amura de babor hasta la mesita de
noche.
Nunca
necesité las alas estando junto a mi padre, mientras su sonrisa ladeada
presidía su cara, la felicidad no encontraba mejor retrato. Sus manos grandes y
su bondad infinita estuvieron siempre al servicio de cualquiera, en especial de
su ángel de siempre, mi madre. Cuando ella se fue, lloró con el desconsuelo de
un niño abandonado, repitiendo su nombre sin descanso, su nombre de ser en este
mundo: madre¡, madre¡, madre¡
Las
alas son como el juguete que abandonamos en el suelo, después de recrear mundos
imaginarios y enloquecer de sueño en sueño, viviendo la aventura como si
perteneciéramos a esos mundos lejanos. Ellas quedan inmóviles en el lugar que
las guarda, son el proceso de inicio de nuestra existencia efímera. Deben
quedar olvidadas hasta que llegue el día para dejar que se instalen en nuestra
espalda.
Cada
uno de nosotros tiene sus alas guardadas, quizá tu no sepas dónde se encuentran
las tuyas, pero seguro que están. Puede que no recuerdes con la claridad que te
he descrito como llegamos a ser mortales, pero solo es una excusa de tu
conciencia para no pensar en la partida.
Rememora
los recuerdos de tu infancia, el olor de la ropa, el calor de los besos de tus
padres, la textura del abrazo y del arrullo, las canciones de cunas y las voces
que emergían de la radio. Los colores de cualquier fiesta, los aromas a jazmín
y verano, el destemplado sol de otoño y los abrigos desenvueltos del armario en
invierno. Piensa en las mañanas de recreo, en el bocadillo de la tarde y en la
salida del colegio. Acoge todos los pensamientos que te distraen y permite que
te roben el tiempo que nunca tienes. Deja que te mesen y acaricien el pelo, y
siente que has vuelto de tu pasado. Adormece las historias en tu memoria y deja
que el tiempo se ancle en la bahía de tu presente. Permite que cada día sea un
regalo inminente.
Han
pasado los años, desde aquel día frío y claro. Y ahora, transcurrido el tiempo
que tarda el corazón de un niño en hacerse adulto, escribo la historia que me
contó mi madre.
“Bajaste un día, frío y claro, desde el
cielo. Yo estaba tendiendo la ropa en la azotea y vi como te acercabas. Alcé
los brazos y te recogí y acuné junto a mi cuerpo, justo cuando notaba que
tenías frio. Bajé despacio, protegiendo tu fragilidad junto a mi pecho. Me
detuve junto a la cama de tus hermanas, que aún dormían. Te acomodé entre la
colcha, justo dónde unos rayos de sol se derramaban tras el solsticio de otoño.
Recogí tus alas con mimo y las deposite sobre una sábana. Las envolví y sujeté
con la cinta de mi bata y, finalmente, las coloqué sobre el armario.”
“Guardo tus alas de ángel, hijo mío. Las
guardaré siempre, hasta que me haya ido. No podrás utilizarlas hasta que tu
también regreses. Pero, cada noche o todas las noches que pueda, cuando
duermas, las colocaré en tu espalda para que sueñes y te recuperes para empezar
un nuevo día. Disfruta los sueños, hijo mío, llénate de ilusión y reparte su
magia.”
“Cuando me vaya, volveré para permitir que
vueles mientras sueñas y vivas sin temor en ese mundo ingrávido donde la
realidad es otra. Estaré lejos, pero prometo volver y ver como recuperas la
calidez bajo tus alas de ángel.”
“Ya sabes dónde las guardo, aunque lo
olvidarás a medida que crezcas, solo lo recordará el niño”.
Olvidé
durante tanto tiempo esta historia que incluso la hubiese negado. Pero allí
están, en la habitación de mis travesías de fin de semana, sobre el armario,
envueltas y enlazadas, como testigo de mi existencia.
Busca
las tuyas y, si las encuentras, no lo dudes, viaja en los sueños de tu
felicidad, recupera la inocencia y la dicha que solo alberga el corazón de los
niños. Los sueños solo te pertenecen, nadie puede entrar en ellos, solo a
quienes lleves a volar contigo.
Mis
alas de ángel
José
A. González Correa
Dedicado
a mi madre.
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