El mar y la montaña
Hace años olvidé visitar el mar, con su vestido de sal y
encaje de espuma,
abandoné los atardeceres de un sol ahogado y dejé de buscar
huellas en la arena.
Sin olas que esquivar no volví a sentir los píes mojados ni
vencidos por la resaca,
tampoco los matices que la luz pintaba sobre el agua o el
propio color de la mar.
Hubo un tiempo de sirenas y de cantos infantiles festejando
cada ola que moría,
de silencios acallados por la incesante acometidas de las
olas, de horizontes,
de caricias tibias de sol y de brisa empañada en salitre, de
sueños acunados
y de una ausencia de sentidos, embebidos por abarcar lo imposible
e inmenso.
Las mareas no cesaron ni un instante, la luna entretenida,
caprichosa, no dejó
de arbolar la mar desde muy
adentro, para que las crestas de espuma, perezosas, descubrieran su blancura y
no olvidasen, que si el sol las hacía brillar desde su zenit,
ella, en la negrura, las
transformaba en perlas y guirnaldas, tan blanca como su estela.
Nunca olvidé las salpicadura
de agua de un mar embravecido, ni su fuerza y coraje,
jamás me sentí más niño que
entre sus brazos repletos de burbujas, ni tan pequeño,
tan huérfano de manos a la que
asir mi emoción por el baño, ni tan vivo.
Absorto en las olas que
llegaban y avisado de las olas que huían, ajeno a todo.
Dejé un tiempo la mar por la
ribera, perfilada de juncos y de traicioneras piedras,
el rumor de las olas por el
ajetreo del aíre entre los árboles, de las aves vespertinas,
del ruido seco y tenaz de las
hojas arrastradas por remolinos de viento enloquecido,
de las sombras y de los
caminos eternos sin lugar de llegada y sin punto de partida.
Acaricié la lavanda y el
esparto dejando reposar mi mano arrastrada a media altura,
dejando que mis pasos guiaran,
mis ojos solo vieran lo que faltaba y mis manos, ajenas,
fueran empapando los aromas,
las caricias y, ahuecándose entre las formas que encontraban,
sintieran cada palmo de vida
que crece junto al camino, hecho para llegar y sentirlo.
Cada paso me llevó más alto,
cada esfuerzo me hizo sentir más vivo a cada instante.
Cada golpe de viento, cada
gota de lluvia sobre mi rostro, cada cima, un nuevo desafío,
ajeno al cansancio, repleto de
ganas por hollar la cumbre, sintiendo que no era nada
entre aquellas montañas
inmensas, mientras las nubes nacían de sus entrañas.
Se fundieron los colores del
ocaso con las mañanas amanecidas de rocío y escarcha,
se borraron las siluetas
fantasmales de las primeras luces con un sol orgulloso,
se quebró el aliento en muchos
pasos y fijé la mirada en el azul intenso sobre la cumbre,
que busqué por la cuerda más
directa de la montaña, impaciente por sentir lo inmenso.
Parado, aislado de todo,
sintiendo cada latido en mi pecho, emocionado y aterido,
guardé el reposo para
contemplar las notas del sentido sobrehumano, esas notas,
inaudibles que nos hacen no
saber donde conducir la vista, hasta que, imponente,
pausado, sereno y, por mi
sensación, frío, estaba el mar como fondo inabarcable.
La mar y la montaña
José A. González Correa
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