Letras para mi pueblo. II
Mi
padre se llama José y mi madre Carmen (se llamaban), nacieron en la Alpujarra, la tierra
granadina que alejo el mar empujándolo con sus montañas. Mi madre transcurre
sencilla y callada, con sus ojos algo cerrados abrumados por el peso de las
cejas. Sus ojos azules, claros como su limpieza, sin resquicios y sin nada que
temer. Transcurre como el día, sin cadencia, sin cambiar su elegancia. Con el
peso de las penas que acallar y sin prisas para que acabe; transcurre de
principio a fin sin dejar de afrontar sus límites.
Mi padre está sentado, la mira con
sus ojos vivos, solo su genio lo solivianta, el carácter cansado por haber
permanecido callado ante muchas injusticias. Pero ahora está observándola, y la
mira extrañado.
-¿Por qué no te sientas?.
-¿Y quién hace las cosas, Pepe?.
-¡Esta mujer!, exclama contrariado.
Mientras, su labio se abate hacia delante, se queda con esa expresión ausente,
mientras recuerda.
Su padre, un hombre honesto, cansado
de la explotación que se adueñaba de su pueblo, se fue. Embarcó hacia América.
Se llevó la desilusión de quien abandona sus orígenes y la esperanza de quien
cree en la verdad de las buenas ideas. Era un hombre de corta estatura, cargado
de espaldas y de aspecto serio. Nunca se arrugó ante las adversidades ni dio un
paso atrás por miedo. Por eso, cansado de las mezquindades y de las miserias
que los pudientes repartían en la época en que España se convirtió en
madrastra, se fue.
El viaje fue largo y duro, la prueba
que la vida utilizaba con los osados, la selección de los más capaces, fuertes
o adaptados para soportar el rigor de las exigencias de ser más libre e
independiente. Llegó a Cuba, le gustó esa tierra afable y amiga, sus costumbres
tan cercanas y su calor, pero continuó viaje. Quería trabajar duro y ganar un
jornal decente. Quería quemar sus fuerzas para poder llevar mejor pan a sus
hijos y se fue. Recaló en Panamá y ayudó a herir la tierra que se desangró
entre dos mares. Vivió y murió para su familia y pudo deambular por su pueblo
sin bajar la cabeza ante nadie. Nunca creyó en nada, salvo en la honestidad de
las gentes sencillas. Siempre negó las siglas, los colores y los bochornosos
espectáculos de los lacayos, aquellos hombres sin honor que sirvieron al dinero
tanto como a un Dios inventado con los que le arrebataron la juventud a España.
La continúa mirando, ahora ha
cerrado la boca, aunque su labio prominente simula mantenerla abierta y al
final bosteza. Levanta la mano y se toca la cara, con torpeza, después la
levanta un poco más y se alisa el pelo. Por fin baja el brazo con cierta
dificultad y vuelve a bostezar. Mira al suelo, sin pretensión de análisis, solo
por mirar. Extiende de nuevo el brazo y con su mano acaricia el mantel de
croché tejido por mi madre. Lo sujeta ligeramente entre sus dedos y la vuelve a
imaginar joven. Piensa en sus ojos, en sus manos, en su boca, en toda la vida
que han abarcado juntos. La imagina haciendo croché, moviendo los dedos y manos
con extraordinaria destreza. Le está hablando y lo mira, sin dejar de
entrelazar los hilos, la luz del ventanuco le ilumina el pelo y lo dibuja aún
más claro, y la desea con esa ternura que se esconde en las almas cercanas.
Vuelve a mirar el "pañito" de croché y
lo observa despacio, analiza cada hueco, cada pequeña cadeneta interminable.
Por fin, pasa la mano suavemente sobre el tapete, suspira y levanta
tranquilamente la cabeza. ¿Qué hora será?, piensa. Y vuelve a acomodarse en las
ideas que desde siempre lo han mantenido vivo.
-¿Qué haces?, le pregunta mi madre.
-Nada, aquí sentado. Llevo más de 6
meses sin salir, contesta irritado mientras empuja el aire indeciso y
desesperado.
-¿No te llevó tu hijo el otro día a
la calle?
-¡Ah!, un rato, al colegio de los
niños. Con un jaleo…
-Es que los niños tenían la fiesta
del deporte, le explica mi madre.
Mi padre asiente resignado, pero no
se queda convencido.
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