Canto
Canto por contentar
las almas que me rodean, creando una coral que administra los sonidos de
entonadas voces. Canto por consolar el abatido paso de mi corazón, por animar
su ritmo cansino y solitario.
Los sonidos me
atraviesan tranquilos quedándose solo un instante dentro para después salir
apresurados, siguiendo su camino, yendo hacia otra alma. Los sonidos llegan y
desaparece el que precede para dejar paso instantáneo al siguiente. Fijo los
ojos sin enfocar ningún objeto y dibujo en el aire la cadencia con ligeros
movimientos de la mano. De pronto, el sentimiento crece, la música toma forma
acercando al presente imágenes de la memoria, toda una sinfonía de recuerdos
llena ese instante. Entonces intento retener esos recuerdos, me esfuerzo por
dejarlos dibujados en la retina al ritmo que marca la música, si acaso
reteniendo el tiempo de las notas para crear una forma más nítida, mejor
definida y más cercana.
Continúan mis oídos
inundándose de música y mi alma de emociones. Las cuerdas del violín arrastran
con lentitud las caricias al aire cuando son rasgadas y llegan con aroma de
colonia antigua, casi consiguen paralizarme…, mi corazón sigue arrastrando sus
pasos y respiro tranquilo sin que se expanda mi pecho. Aparecen más
instrumentos inundando el aíre, ocupando el espacio que corresponde a una
orquesta. La intensidad es máxima y la piel se eriza como si acariciaran mi
cuello. Parece que en mi pecho algo trastabilla y está a punto de caerse, pero
no, se recompone despacio. Mi corazón ha perdido el ritmo cegado por el aire
preñado de sonidos, se ha encabritado y corrido para luego retomar el ritmo de
sus acomodados pasos. El instante crucial ha sucedido, la maraña de notas
desatadas ha sucumbido a los silencios que revierten el ánimo encendido. La
música cesa, mi canción se apaga y mis labios descansan el uno sobre el otro
cerrando el paso al sonido.
Parece que en el
aíre han quedado prendidas algunas notas porque creo reconocer alguna melodía
entonada desde lejos. Farfullan entre el ruido de la ciudad, el de los coches
con su carraspeo indecoroso, el de las voces incesantes de los que transitan en
su rutina, el del desafinado desatino de los negocios vomitando reclamos
musicales para sus mercancías. Entre ellos, entre ruidos, melodía gastada y
vencida que reconozco y atiendo mientras continúo hollando las descosidas
baldosas de la calle.
Entonces, sucede…,
entre todo el reclamo de una vida ceñida al compás del calendario, descubro de
donde provenía aquella música. La música desciende desde el apartado mundo de los
sueños, descansando tras el viaje se ha asomado despacio hasta el punto
orgánico desde el que percibimos. Nunca dejó de estar dentro de mi, nunca dejo
de visitarme, aunque esa música no la oía, siempre quiso que la sintiera. Y ese
determinado día, entre todo el ruido, balbuceo las primeras palabras ceñidas a
unas notas que me suenan y canto. Es una canción que se repite y motiva la
aparición de un sinfín de imágenes. Camino y disimuladamente canto, sin querer
que esa primitiva música salga de mi garganta.
Al llegar y
encontrar el calor de otras almas, noto que mi voz es más calida, despego los
labios y dejo salir el sonido que ahora es audible y decidido. Entonces canto
por sentir todo lo vivido y en algunas almas percibo una sonrisa que me
contenta. Encuentro el consuelo en la música, un sábado por la tarde, cuando
durante toda la semana había caminado en silencio.
Canto
José A González
Correa
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