Letras para mi pueblo. III

Elías está al fondo, se acerca hasta nosotros  con un semblante de bienvenida, extiende su mano ; ¡eh¡, ¿qué pasa Jose?. Su saludo habitual. No aprieta la mano, pero su saludo es sincero. Jamás nos explicaremos porqué no hace desaparecer del centro de su frente la única y escueta alameda de pelos que la adornan. No me lo explico, ni se lo explican el resto de parroquianos que acude al Bar. Hace años su pelo era ensortijado y abundante pero lo fue perdiendo, se fue cayendo y ahora la retirada ha sido total, salvo esa irreductible avanzadilla que le da ese aspecto tan peculiar y característico. Elías es todo un Cañero, de Cañar, a 900 m sobre el nivel del mar. Un Pueblo situado en la falda sur de sierra nevada, por encima de Órgiva, mi pueblo. La verdad es que yo no nací en Órgiva, pero si lo hicieron mis hermanas y mi padre. Mi abuelo era también orgiveño, aunque mucho menos devoto del Cristo de la Expiración que mi abuela, que aunque orgiveña, sus raíces se encuentran en Castilla, la vieja, por supuesto.

El Bar de Elías está reformado desde hace 2 veranos. Lo ha engalanado con vigas falsas que dan un bonito efecto rústico, al igual que la barra, que parece enyesada a la manera clásica y, sin embargo, está hecha de una moderna resina; el tablero no, el tablero es de madera, es lo ideal para dar golpes con los nudillos. Golpear el tablero de la barra al mismo tiempo que mantiene una conversación, aireada o no, es señal de vehemencia y énfasis para Elías. El carácter de Elías es conocido y, a veces soportado, por todos. Le gusta bromear con la gente, es un tipo socarrón, buena persona y hecho así mismo. Ha sabido torear con la vida y entender la suerte de cada tercio. Para nosotros siempre esta ahí, es nuestra meta una vez que dejamos lo bártulos en la entrada de la casa y al unísono todos decimos: ¡un ca’elías¡. Es nuestro grito de libertad e independencia, significa que mandamos al infierno el trabajo y los agobios y nos sumergimos en la refrescante espuma de la cerveza, el vino sin alcohol y el vino “costa”; y por supuesto, en las inmejorables tapas que acompañan a cada consumición. Las tapas van subiendo de categoría culinaria a la vez que se incrementa el número de consumiciones, hasta llegar a la añorada rosquilla o las suculentas migas con longaniza. Esto más de una vez ha supuesto recorrer los 5 m que separan el Bar de mi casa con un aire arrogante y a la vez despreocupado, distendido y feliz, tambaleante en ocasiones; y si mi padre nos acompañaba, unido a un ¡Carmelillaaaa, que ya venimos!!!!, pronunciado con voz recia y sonrisa ladeada.

Elías es mi amigo, al menos para mí. La amistad es algo personal que se comparte y que siempre se guarda como un íntimo tesoro. Elías probablemente no sabe que es mi amigo, pero a mi me basta con saberlo yo y disfrutar de su Bar y su compañía.

Mi otro gran amigo del pueblo es Paco, Francisco Códes Aguilar. Tarde o temprano lo encuentro en el Bar las Cuatro Esquinas, que es como se llama el Bar de Elías (ca’elias para nosotros). Antes, cuando mi padre caminaba con paso firme los linderos del Haza, las convidadas de vino costa eran abundantes. Allí he compartido con ellos momentos inolvidables, me han explicado como se repobló Sierra Lujar, como se cerraron las minas de San José y Peñarrolla. Los días del Señor, que se celebran el viernes antes del viernes de dolores, era un tema obligado de la tertulia; mi padre heredó la devoción de mi abuela.

Me alegra ver a Paco, sus ojos afilados y verdes y su nariz fina y aguileña descubre al hombre perspicaz e inteligente que todos conocen como Paco “el forestal”. Nacido en Tolox, pueblo serrano de Málaga, y con toda una vida profesional como guarda forestal de la Alpujarra, no hay más que una Alpujarra, la que se abriga en el corazón de los hijos que parió las primeras estribaciones de Sierra Nevada. Las Alpujarras son la diseminación de pueblos, esparcidos como la cal lanzada desde lo más alto del cielo por una brocha infinita, que ven los forasteros cuando visitan mi tierra.

Esta última visita he encontrado mejor a Paco. Nos saludamos con el afecto de siempre, el es mi amigo, pero sobre todo es amigo de mi padre. Es un hombre cabal, un caballero de palabra y leal con su gente. Lo encontré en la esquina este del Bar de Elías, de traje de chaqueta. ¡Pero…, Paco, coño, que guapo¡, ¿a qué se debe tanta elegancia?. ¡Hombre.. Jose, me alegro de verte!, ya ves de “jueves santo”.

Mi amigo Paco tiene el hígado algo perezoso, se le ha ido gastando con el paso de los años y ahora se le hace el remolón y no cumple con sus funciones. Las plaquetas de Paco han subido, me dice que sobre unas 60.000, y que se sigue pinchando semanalmente una inyección para las plaquetas y otra para ayudar al hígado (debe ser silimarina o s-adnosil-l-metionina, dos sustancias antioxidantes que se usan para echar una mano a los hígados enfermos; lo se muy bien porque he investigado con ambas). Si fuera sincero diría que mi amigo Paco se muere, que su hígado es cirrótico y que los males que lo aquejan no tienen remedio, salvo un transplante cuyos criterios no cumple. Cuando lo veo, algo en mi se estremece, me duele que la jara más viva de la sierra se vaya consumiendo, y que su serenidad y maneras se puedan extinguir un día.

El año pasado volvieron a quemar Sierra Lujar. Los desalmados de siempre, unas veces vestidos de cazadores, otras veces de madereros, otras tan solo hijos de puta que vengan el agravio de no poder entrar en un coto. El final siempre es el mismo, las llamas arrasan el monte, los árboles se amontonan sobres sus cenizas mientras el fuego los devora. La tierra amanece árida, muerta y sin vida. Cuerpos calcinados de animales la cubren y el olor asfixiante de la desolación cubre el suelo y contamina el aire. El paisaje es desgarrador, el contraste de las ramas ennegrecidas, aún humeantes, y el fondo plomizo de una amanecida tardía, carente de sentido, nos daña la vista.

Hasta los plantones que iniciaban su vida han caído, aquellos que sobrevivieron al fuego de hace tres años yacen ahora junto a sus hermanos menores. Árboles y animales muertos por el capricho de imbéciles sin sentido o de juiciosos y calculadores sinvergüenzas.

Sierra Lújar, una sierra noble y plegada, desde Almuñecar a la Contraviesa, preñada de mineral y ahuecada de minas. Sierra tapizada de jara, tomillo, romero, lavanda y esparto; dónde asienta el pino carrasco, la encina y el quejido. La sierra que mira hacia arriba, a su hermana mayor, a Sierra Nevada; la sierra que da la espalda al mar, al mar radiante y mediterráneo. Una sierra que acoge, a medio camino de Albuñol, un bosque de alcornoques, el más alto de Europa. Una sierra que ha dado trabajo, que ha trabajado las manos y los rostros de mineros, pastores y hombres de sierra. La sierra donde, año tras año, dejo volar mi alma; donde, año tras año, recargo mi vida, entre sus silencios y rumores calmados. La sierra que alimenta mi esperanza en la vida, la sierra que me ha enseñado a sobrevivir, como ella hace desde siempre.

A un kilómetro de Órgiva, mejor dicho a un kilómetro del puente de los siete ojos, que casi se queda tuerto durante la guerra civil a consecuencia de un cañonazo, se encuentra el inicio del camino que asciende serpenteante, cansino y duro hasta las minas y el Cortijo de la “sepulturilla”. Hay casi 5 horas de camino, al principio a través de una garganta que tamiza el paso del sol a primeras horas del día, y desde donde la cabras monteses se asoman a mirar al viajero. El camino es pedregoso y la vegetación lo adorna de forma parca: adelfas, alguna higuera y pocos pinos, como vegetación arbórea, y matorral mediterráneo como alfombras y tapetes de campo.


Mi amigo Paco se marchó y, sorprendentemente, mi amigo Elías también, años más tarde. Y nada es como era ni la vida ha vuelto a ser lo mismo sin ellos. Todos los recordamos con admiración y cariño, por ser como fueron y por vivir con el entusiasmo que lo hicieron. Por eso tenían que ocupar un lugar en este espacio de homenaje a una tierra y los hombres y mujeres que la hacen cada día.

A menudo no sabemos porqué ocurren determinadas cosas, pero el hecho incontestable es que acontecen y de una u otra forma nos llenan de perplejidad.
            
Serían aproximadamente las 9 de la noche cuando me acerqué a un bar situado al final de la calle principal, que durante mucho tiempo sirvió de plaza del pueblo. La noche era fría y aun lo sería más. En el bar me esperaba Elías, mi amigo tabernero. Él no regentaba aquel bar, era el dueño de otro, más cercano y más cálido. Pero era sábado y Elías no abre su bar los sábados por la tarde (ni los domingos).
            
Al mediodía estuve en el bar de Elías, tomé algunas cañas y, como no, las insuperables tapas que las acompañaban.
            -¿Cuántos kilos de aceitunas has recogido?
            -Tres sacos, le contesté.
            Elías estaba sentado en un taburete, al final de la barra. Habíamos quedado para ver el fútbol, pero no lo vimos.
            -¿Qué tal Jose?, tómate una caña.
            -Bien, gracias. La apuré de un largo trago, luego me tomé la tapa. No tenía comparación con las excelentes tapas que Elías servía en su Bar.
            -Elías, no he visto a Paco.
            -Coño Jose, ¿no te has enterado?. La verdad es que no te llamé por no darte un disgusto. Paco murió hace tres semanas.
            No supe que decir, moví la cabeza incrédulo.
            -No me digas, exclamé.
            Elías me miró preocupado, sabía que sus palabra me habías hecho daño. Él también movió la cabeza. Luego me comentó que la familia estaba destrozada, había sido un golpe muy duro y les costaba trabajo encajarlo, al igual que me ocurría a mí en ese momento.
            
Mis pensamientos volaron, mi cuerpo se quedó en aquel bar junto a Elías, pero mis pensamientos volaron junto al recuerdo de Paco, el buen amigo de mi padre, mi buen amigo.
            
Paco me aconsejo sobre casi todo, conocí con él cosas del campo, de la sierra. Viajé junto a sus recuerdos de juventud, recorrí todas las ciudades que separaban su localidad de origen, Tolox un pueblo serrano de Málaga, de su destino como recluta. Conocí en imágenes evocada a su familia, a su hermano Juan, de quién tan orgulloso estaba. Ascendí por las laderas de Sierra Lujar y Sierra Nevada distribuyendo plantones de pinos, de diferente especie según la altitud a la que serían plantados, pinos carrascos, montanas…
            
Paco me enseñó a buscar a las gentes del pueblo, a mirarles y hablarles, con el tono quedo, pausado y aliñado que requieren los alpujarreños, acariciando la verdad y mirando a los ojos de quien nos habla. A escuchar y aceptar las excusas y requiebros, mirando al suelo para permitir que la conversación fluya en un momento de espesura. A mantener conversaciones intranscendentes delante de un vaso de vino en presencia de otros y a profundas lecciones sobre la vida y las cosas cuando podíamos bebernos un par de vinos solos. Paco me enseñó a ser del pueblo, me enseñó a ser orgiveño.
            
La muerte de mi amigo Paco, antes de cumplir los 80, me dejó triste, me arrojó a un momento de soledad sonora y pena reprimida. Me hubiese gustado llorar en aquel bar pero no puede, se ahogó mi dolor con el ruido incesante de las tertulias, de la decena de corros que parloteaban y discernían sobre cuestiones que no oía ni me importaban.
            
La segunda caña me la ofreció Elías en la mano. Había seguido hablando con un hombre de mediana edad que me presentó como su primo, un orgiveño que vivía en Granada y del que ahora no recuerdo el nombre. La verdad es que debí pasar un buen tiempo absorto en mis pensamientos.
            -Si lo se no te digo nada, me inquirió Elías.
            Quizás tenía razón, pero lo cierto es que yo intuía, desde que llegué al pueblo, que Paco había muerto.
            -No te preocupes, le dije. Me ha dado mucha pena, pero sabía que estaba muy enfermo.
            -Se lo llevaron a Granada por la tarde de un día en el que había estado en el bar bebiéndose un mosto, vino a despedirse: me dijo, “Elías estoy malillo”, me comentó Elías.
            Hablamos de Paco y de su familia, los dos sentíamos de forma intensa y sincera la muerte de ese hombre.
            Al día siguiente, fuimos a darle el pésame la familia.
-Fue un caballero, un hombre sabio y honorable, me ha enorgullecido ser su amigo. Siempre será un ejemplo para este pueblo. Les comenté.
-Él también te consideró su amigo. Me comentó su hija Isa.





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