Aprendiendo a ser alpujarreño. Parte II. Barcina, trilla y parva
Aprendiendo a ser alpujarreño. Parte II. Barcina, trilla y parva
La calle desierta y el frescor de la mañana eran las primeras sensaciones
recibidas al cruzar el umbral de la puerta y acariciar con aíre vencedor el
nuevo día.
Me había levantado, lavado la cara y aun no veía claridad por la
ventada. Mientras me calzaba las zapatillas de deportes (los “tenis”), notaba
el calor de la cama y oía roncar a mi padre. Mi madre ya se había ido a
recolectar moras, pero antes me había llamado,
- Despierta, despierta, te estarán esperando. No tardes que se van
sin ti y no sabes dónde tienes que ir a recoger las gavillas. Y, además, te
quedarás sin bestia y tendrás que ir andando.
Aquella información era crucial, no podía perder la oportunidad de
que me tocara un mulo joven. Además, me perdía el desayuno con los mayores.
Salía corriendo calle abajo hasta llegar a la casa de los paisanos
a los que les tocaba la tarea ese día. Al llegar, inmediatamente recibía el
primer revés de la mañana,
- Aquí está el malagueño¡
- Te acabas de levantar, me decía con cariño la señora.
- Mira que ojos trae de sueño.
- Qué va¡, decía yo con aire digno. Llevo rato levantado, pero es
que era de noche.
Era evidente, yo era el malagueño. Nacido y criado en Málaga,
salvo los meses de verano y algunas semanas salpicadas en el calendario en las
que acudía a Órgiva o Pórtugos. Pero, ¿por qué recordármelo cada mañana?, Yo ya
lo sabía. Pero estaba allí, en la Alpujarra, queriendo ser como ellos. Altivo,
fuerte, duro, parco en palabras y siempre con un requiebro o retahíla de
refranes en la boca.
Realmente, era parco en palabras. Mi timidez y mi leve tartamudeo
al iniciar las frases hacía que con frecuencia cediera el uso de la misma a
otros más habladores. Sin embargo, permanecer callado te hace observador,
intuitivo y enseña a valorar el entorno y a las personas. Por eso conocía por
los gestos el ánimo de algunos, la impaciencia de otros o el callado enfado o
disgusto de unos pocos. Además, aprendí donde estaba cada desconchón en las
distintas casas a las que acudí, como estaban de torcidas o vencidas las vigas
del techo y a interpretar los dibujos imaginarios que adornaban los suelos
empedrados, mientras degustaba el vaso de leche migado con pan.
Todos los vecinos requeridos, amigos, parientes o conocidos, se
citaban en el interior de las cocinas para tomar algo de desayuno. Los mayores,
migas o gachas, acompañadas de algo de vino o alguna copa de aguardiente, los
menores, leche migada. Mientras se apuraba el desayuno, cada uno contaba algo
de la faena del día anterior, de cuanto grano se recogió, de lo que apretaba el
sol, del cansancio acumulado o de cómo se perfilaba el nuevo día. En esos días
oí por primera vez hablar de las Cabañuelas y como interpretarlas para
asegurarse conocer el tiempo durante todo el año. También aprendí que la lluvia
va ligada a los cambios lunares y que el viento en la Alpujarra se llama marea
y se levanta a mediodía.
Todo estaba preparado desde bien temprano, las bestias con sus
aparejos, castigadas y hostigadas por las moscas y sacudiendo el rabo de forma
inquieta, aguardaban en la calle. Las
calles de Pórtugos en aquellos años eran estrechas, empedradas o cementadas,
con numerosos hoyos por el que asomaba el suelo desnudo. Con restos de cal de
las fachadas, como flecos de un mantón o volantes de un traje de gitana.
Además, durante el verano, los restos de paja y grano la tapizaban las calles en
las cercanías a las cuadras o graneros (indistinguibles ambos de la misma casa
donde se habitaba). Los tinados (tinaos), permitían lugares de sombra y
otorgaban un aspecto característico al paisaje. Viviendas apretadas y blancas,
sencillas y suficientes porque no había otra cosa. Compartidas con los animales
y convertidas en silos. Viviendas sufridas como sus inquilinos, limpias y
orgullosas como ellos y ellas, acostumbradas al calor y al frio, hogares
sencillos que se anclaron en mi memoria de niño y que el tiempo los conserva
intactos en mis sensaciones.
El aparejo de las bestias era inquietante, dos palos en paralelo a
la grupa hacían difícil imaginar como cabalgaría al estilo vaquero (el
aprendido en las películas de cow-boys, “convois”, para los de aquí abajo).
Luego aprendí que aquellos palos eran imprescindibles para sujetar la carga.
Además, me quedaba extasiado mientras los paisanos la preparaban, y el
resultado era espectacular, gavillas de cereal que superaban en más de metro y
medio la altura del animal y que sobresalían de forma alarmante. Cada vuelta de
soga estaba calculado, cada nudo hecho para un rápido desanudado, la precisión
y la coordinación entre los arrieros al prepararlo todo era asombrosa (jamás vi
soltarse una soga ni caerse una carga al suelo).
Finalmente se iniciaba la faena, el dueño de la finca indicaba
como llegar, la verdad es que todo el mundo sabía el lugar exacto (salvo yo,
claro) y se asignaban las bestias a aquellos que no las tenía. Era una forma
práctica de trabajar, cada día se repetiría el proceso en una casa diferente, y
cada cual acudiría con sus bestias y aperos dispuesto a echar una dura jornada,
compensada solo con la ayuda recibida o que recibiría en su momento.
En esta ocasión me tocó un mulo joven,
- Un mulato para el malagueño, a ver si no le pasa lo de ayer,
dijo el dueño de la finca.
Qué simpático¡, pensé para mis adentros (quizá la frase que mejor
encajaba era, bonico no eres pero
gracioso tampoco). Pero aunque “retorcí el hocico”, en el fondo estaba contento
de que me hubiese tocado un mulo joven. Aunque no contaba con que en el
transcurso del día el mulato, harto de que yo lo arreara en los caminos de
vuelta, me había dado un par de galopadas antes de voltearme por encima de su
cabeza, haciéndome comprender que el trote era, con mucho, la mejor de las
opciones.
Pero nada comparable con el día anterior. Durante ese día,
tuvieron que sacarme del interior de la cuadra en más de tres ocasiones, para
en la cuarta, dejar que la bestia descansara y el malagueño se fuera con las
orejas gachas a la era a ver trillar en lugar de barcinar.
Me había correspondido un burro, algo que al principio entendí
como un insulto y una vejación, pero que inmediatamente me convencieron con el
argumento de que era, con diferencia, el animal más duro y trabajador de todos
y, que además, era un burro alegre y trotón, no muy alto y que me costaría
menos trabajo subirme en él. Y, efectivamente, era trotón, bajo, alegre no se
(no supe empatizar del todo con el gracioso animal), pero cabezón como el solo
(incluso más que yo). El decidía cuando ir al paso o al trote (el galope era un
consumo innecesario de energía que el buen animal no tenía el gusto de
ofrecer), decidía si le apetecía degustar alguna delicatesen del camino y, por
supuesto, cuando pararse a tomar un respiro. Mi insistencia como arriero,
tirando de él, o como jinete, golpeando su panza con mis talones, era algo que
el borrico no entendía ni estaba dispuesto a aprender. Así, que por explicarlo
de forma breve, me dio el día.
Lo peor fue que traspasado el mediodía, y tras haber parado para
tomar un buen trozo de tortilla, una enorme rebanada de pan y una cantimplora
completa de agua y, por otro lado, bien servido el burro de grano, paja y agua,
mi compañero decidió asomarse a la cuadra cada vez que pasábamos cerca del
camino que conducía a ella. Así que allí estaba yo, subido en mi amargura,
mientras con paso alegre y trotón se encaminaba hasta su lugar de descanso,
entraba sin importarle que la altura no daba para el paso del jinete y se
acercaba al pesebre para degustar otro poquito de grano y paja. Como ya refería
anteriormente, esta bonita costumbre de retornar a la cuadra la repitió en
cuatro ocasiones, en tres de ellas fue posible sacar al animal de su lugar de
retiro, en la cuarta hubo que dejarlo por imposible.
Cuando llegas al campo con esa luz de verano, con el sol aun algo
tendido, y alcanzas a adivinar todo la melga segada, la mies atada y apilada de
forma primorosa y las chicharras cantando desesperadas, piensas que no hay
tarea más bonita que hacer ese día y que todo es perfecto. Has llegado a lomos
de tu cabalgadura, disfrutando del
paisaje, por veredas lindadas por juncos, mirando el paso firme de la
bestia, su caminar decidido y disfrutando del agradable vaivén en tu cuerpo y
con la frescura propia por no haber empezado la faena. Cuando desmontaba,
sentía un enorme deseo de pisar los tallos secos, segados del día anterior,
casi todos tajados a la misma altura. Sentir como crujían bajos mis pies y
comprobar que algunos me erosionaban el tobillo (lo cual maldecía). Siempre
recibía la sonrisa amable de las mujeres que ayudaban a apilar las gavillas y
la palmada en el hombro de los hombres que iban preparando la carga en mi
animal. Me quedaba mirándolos, como anudaban, se lanzaban los cabos con
precisión, apoyaban su pie en la barriga del animal para tensar la soga (con
las manos desnudas), volvía a enlazar y anudaba de forma precisa, utilizando en
muchas ocasiones una tarabita.
Una vez recogidas la gavillas del cereal, tocaba caminar delante
del mulo hacia la era. A lo largo del día este momento se iba haciendo cada vez
más pesado y cansado, solo la marea aliviaba algo el cansancio, al secarme el
sudor de la frente y acurrucarse entre mi camisa. Pero lo que más me agradaba
de ese momento era, al pasar por campos sin segar, ver como el aire manejaba la
mies como olas, con la cadencia propia que solo la naturaleza otorga a sus
actos. Las idas y venidas permitían volar la imaginación, con distintas
sensaciones en cada momento, mientras andaba o cabalgaba. Sólo me sacaba de la
abstracción el saludo de algún arriero, alguna silueta sobrevolando el camino o
el cambio brusco de ritmo de mi montura.
Al llegar a la era no encontraba la trilla tradicional de antaño.
Ahora una enorme y ruidosa máquina se tragaba toda la mies mientras a través de
un grueso y enorme tubo lanzaba una lluvia incesante de paja y, por su enorme
panza, derramaba el grano. Por lo que trilla y parva era un mismo acto. No se
recorría las mies tendida subido en la trilla de la que tiraban las bestias, ni
se aventaba el grano, para separarlo de la paja. En muy poco tiempo, todo lo
que la tierra había parido, el hombre segado, cargado y conducido, mientras se
desangraba algo de grano, la imponente maquina dejaba separado y preparado.
Solo quedaba verter el grano desde la barriga de hierro al saco, recoger la
paja, colocarla en herpiles y retornar a la casa, cuadra y granero.
La faena era larga, el sol volvía a tumbarse, esta vez estallando
en intensos colores sobre las nubes ralas, tornando del rojo a los añiles,
pasando por indefinibles naranjas velados. Jamás volví de día, las últimas
cargas en la era se hacía de noche, viendo como la vía láctea partía el cielo y
los sonidos de la noche me erizaban el vello en la piel. Volvía cansado,
contento de haber ayudado en las tareas de campo, que tanto me gustaban. Feliz
porque mi padre me esbozaría una tierna sonrisa, satisfecho porque ya le habían
contado todas la peripecias del día y que en ningún momento había dejado de
trabajar como cualquiera de ellos. Orgulloso de que en la casa del paisano me
recibieran como uno más, que me dieran una fuerte palmada en el hombro y me
despidieran con un hasta mañana, haciendo indudable la confianza de que
volvería al día siguiente a ayudar a otro de los vecinos que me habían invitado
a disfrutar y compartir ese trabajo.
Esas noches acababan pronto, mi madre me había calentado el agua,
dejado una toalla sobre una silla de anea en cuyo asiento estaba la pastilla de
jabón con olor a lavanda. En la pensión de América aun no había ducha, así que
me lavaba dentro de un barreño, administrando el agua caliente con sumo cuidado
para que no se agotara.
Bajaba a contar mis peripecias durante la cena y, por unas noches,
no me quedaba a las tertulias musicales que se organizaban en la casa de
América o en el tinao de Teresa y Celedonio. Aunque antes de dormir siempre
repasaba todo lo vivido con mis padres. En las ocasiones en las que coincidí
con mi abuelo Fernando, recuerdo que me obligaba a enseñarle todas mis heridas,
rozadura y moratones, ganados con dedicación durante mis días de arriero o
jinete y me decía, “… te voy a regalar 100 pesetas, pero pienso descontarte 5
por cada herida o moratón que tengas”. Yo asentía, pero regateaba con él en
cuanto al aspecto o tamaño que debía tener para ser considerados como elementos
“descontables”.
Creo que durante estos felices días de verano me gané mi condición
de alpujarreño, al menos en cuanto a los conocimientos básicos sobre psicología
animal, usos y costumbres de un arriero, lances y despropósitos del arte
ecuestre y aprendiz, nivel básico, sobre barcina, trilla y parva. Aunque lo que
sin duda aprendí de manera definitiva fue a educar mi alma entre campos
ondulados por el viento, una sierra soberbia y altiva, atardeceres infinitos,
noches cuajadas de estrellas y un sinfín de sensaciones, olores y caricias de
una tierra que se despeña entre bancales.
José Antonio González Correa
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