Aprendiendo a ser alpujarreño. Parte I

Aprendiendo a ser alpujarreño

Parte 1.

Ha caído la noche, pronto se ha acostumbrado el sol a echarse en este horario de invierno. A las cinco y media de la tarde, te invita a que recojas tus aperos del campo y a la seis, la tibia luz que te regala solo sirve para que distingas el perfil de la linde del camino, por lo que, sin más demora, debes dar la faena por concluida y regresar a la casa.

Evidentemente la vida de un alpujarreño no se limita a hacer las tareas del campo. Hoy día todos sabemos lo desagradecido que es el oficio de agricultor o ganadero. Se resume en muchas horas de trabajo, esfuerzo, sudor, dolor y escaso rendimiento. Por lo que poco a poco, los hombres y mujeres de esta tierra han diversificado su actividad profesional, desarrollándola en cualquier oficio imaginable, sin abandonar, eso si, el terruño, la melga, la finca, el haza, como uno quiera llamar al trozo de tierra, que entretiene y ocupa tanto como regala y preocupa; al hilo de araíjos (arado), siembra, mancaje, riegos, abonos, limpias, talas, quemas, cosechas, miradas al cielo, suspiros por las helada, enfados por el viento y un largo etcétera de contratiempos, que hacen que la labor sea un continuo estado de sensaciones y ánimo que se mueven entre el placer por cuidar la tierra y el miedo ante las inclemencias incontrolables del tiempo. Aunque para mi, un alpujarreño de segunda categoría, suponen el principal trabajo cuando llego desde Málaga tras atravesar el puente de los siete ojos y afrontar los últimos dos kilómetros de curvas y llegar a Órgiva, mi pueblo.

En mi biografía hay un hecho incuestionable que me otorga la categoría de alpujarreño de segunda, el hecho de que siendo mi padre de Órgiva, mi madre de Busquístar (más bien del Cortijo de la Cerquilla, entre Busquístar y Trevélez), mis abuelos paternos de Órgiva (al igual que sus padres) y mis abuelos maternos de Busquístar (al igual que sus padres), yo fui a nacer en el Hospital Carlos Haya (Carlos de Haya para casi todo el mundo) sito en Málaga capital. Por aquel tiempo, mis padres se había trasladado a Málaga y, aunque venían de la Alpujarra (donde las parteras se hacía cargo de ayudar en la tarea de trae hijos al mundo), mi madre dio a luz en el moderno hospital de Málaga. Primer inconveniente para mantener mi estatus de alpujarreño de primera, no nacer en el pueblo sino en capital y, además, de otra provincia. Por ello, desde hace años vivo entregado en la tarea de , como si fuera unos estudios de grado, convertirme el alpujarreño de categoría superior y permitir que mi alma se alinee con la de mis antepasados. Claro que para eso hay que invertir tiempo, ganas y un esfuerzo de adaptación y, como está ahora mucho de moda, de hacer una inmersión transcultural.

Es importante, para que quien lea estas líneas sepa de lo que hablo, destacar que el alpujarreño reta al lenguaje, parafrasea, se refugia en dichos y refranes, es amigo de cuitas, socarrón, variopinto en los ideales, zigzagueante y armado de tal paciencia que en la discusión mas banal podría hacer exasperar y dejar sin argumentos al mismísimo Castelar. Por ejemplo, si planto las habas en octubre, algún vecino (tras hacer los cálculos oportunos) me dirá, “la habas no pueden escuchar las campanas de los santos”. Y si son guisantes (por centrarnos en dos de las legumbres que se plantan por estas fechas), tras consultar de memoria con el calendario de fases lunares, comentará “las has plantado antes de la menguante”, lo que traducido quiere decir que no te comerás un guisante. Por otro lado es orgulloso, animoso y fatalista. Si comento que mis olivos tienen alguna aceituna en junio, con tono desdeñoso me dirán, “si, alguna he visto, y ya se sabe, una aceituna en San Juan, cien en navidad. Aunque si quieres ver olivos con aceitunas acércate a mi melga, están cuajados”. Para luego, meses más tarde abatirse con los estragos que causa la mosca, la aceitunas que trepa el viento, la de riegos que hay que dar en un verano caluroso, para terminar admitiendo, “el tiempo siempre se lleva lo suyo”.

Bueno, sigamos con mi aprendizaje. Por un lado, le vengo dedicando tiempo a la tarea de aprender a ser alpujarreño, porque desde mi más tierna infancia (nunca mejor el dicho de comparar corta edad con la fragilidad de un tallo en crecimiento, sea de una planta -mata-, de habas, guisantes, …) he pasado largos periodos en la Alpujarra.

Mi infancia (alpujarreña) transcurrió en Pórtugos, pueblo de la Alpujarra alta entre Pitres y Busquistar, a unos 1100 m de altitud y conocido por dos parajes entrañables, el chorrerón y la fuente agria. La rutina de los casi dos meses y medio que pasaba allí era inalterable, paseo a buscar la leche a casa de la “Rula”, desayuno, caminata hasta la fuente agria, juegos, almuerzo, siesta, caminata a la fuente agria, juegos, cena, tertulia en la puerta de América (la mujer de Miguel “el matasuegras”) e hija de Encarna la “Culitos”. Sólo se alteraba en el tiempo de la trilla, parva y barcina, donde me convertía en un arriero por el único jornal de montar la mula o borrico que me encomendaban para la tarea, ah y compartir desayuno, almuerzo, merienda y cena con las familias que me invitaban y, por supuesto, sin dormir siesta. Sobre este asunto me gustaría puntualizar alguna cosa.

Para entender porque dormía siesta he de precisar algo de enorme importancia, mi madre tenía poderes. Además de ser la mujer inteligente, tenaz y bondadosa de espectaculares ojos azules, tenía poderes. El primero el de la telepatía, solo utilizado cuando te encontrabas con ella en algún lugar fuera de la casa, sea un comercio, la iglesia, la casa de unos parientes o un bar. Si en ese caso yo, algo travieso como narraré más adelante, me salía del protocolo establecido antes de salir de casa, también conocido como “niño te voy a leer la cartilla”, mi madre clavaba en mí sus ojos azules y me transmitía, sin palabras, “cuando lleguemos a la casa ya te lo diré yo”, a lo que mis músculos respondían como al veneno de una araña de esas en el top 10 de venenosas, quedando completamente paralizados y yo mismo sumido en un estado de inmovilidad y con un fino hilo de sudor frío recorriéndome pausadamente la espalda. Más aún, si por una inconsciente alarde de rebeldía continuaba en mi empeño de saltarme el protocolo, la segunda mirada era como un rayo láser que llenaba mi consciencia de una visión tan desastrosa de lo que acontecería que, ahora si, cejaba en mi intento. He de decir que siempre he reconocido que mi madre supo educarme y corregir, al menos en intensidad, los muchos defectos que hoy me acompañan. Claro que lo hizo con una teoría pedagógica propia de los generales de Pinochet. No obstante, doy por bien empleadas cada “torta” (símil de bofetada, cachete, coscorrón e incluso pellizco) administrada de forma preventiva o en dosis terapéutica, según lo requiriera el caso. Como creo que ha ocurrido en muchas otras familias, mi padre nunca me puso la mano encima, no hacía falta, para eso ya estaba mi madre. De hecho, en una ocasión que en presencia de ella le di una torta en el culo a mi hija, mi madre exclamó “oye,…, a los niños no se les pega”. Yo la miré, esbocé una ligera sonrisa y antes de que le expresara mi argumento, me miró y con toda la convicción del mundo y mucha ternura me dijo “tu te las merecías”. Y era verdad.

El segundo poder de mi madre era la ubicuidad, estaba presente justo en el momento siguiente a mi fechoría, nunca lo entenderé. Que habilidad desarrollan estos seres astrales para que te pillen siempre, no fallaba.

El tercer poder era más propio de un Jedi, podía acertarte con la zapatilla, mientras permanecías a su lado durante la hora de la siesta, sin ni siquiera abrir los ojos. La precisión era asombrosa y los objetivos siempre los mismos, muslos, hombros y, sobre todo, el culo. Lugar donde la zapatilla mostraba especial afinidad y precisión. Que destreza¡, propia solo de algunos elegidos, creo que todos del sexo femenino y con el calificativo de madre. Cualquier movimiento desencadenaba que esa fuerza que guía a los Jedis permitiera a mi madre, como a muchas otras, lograr interrumpir el intento de escapada, utilizaras cualquiera de los métodos desarrollados a lo largo de innumerables horas de siestas no deseadas: escape por reptación hasta los píes de la cama, por caída simulada sobre el lateral de la misma e, incluso, por el método desarrollado por algunos jóvenes Padawan de la levitación en ausencia de respiración. Ninguno daba resultado y el final era conocido, me dormía por aburrimiento, despertándome como un pollito mojado, con la boca seca y un hilo de babas sobre la almohada.

Pero volvamos al día a día. El día comenzaba temprano, mi madre se levantaba con las primeras luces del día e iba a recoger moras un poco más abajo de la fonda de los castaños, a unos 500 m del pueblo, a un moral hoy desaparecido y que regalaba por aquel entonces unas moras enormes, dulces y que te dejaban, labios, dientes y manos de su color característico y que tardaba algunas horas en desaparecer. Así que con los labios “pintados” acompañaba a mi madre a buscar leche recién ordeñada de casa de la “Rula”, la única familia con vaquería en el pueblo. La leche aportaba además una rica nata, tras hacerla hervir en dos ocasiones, antes de consumirla. Por lo que un vaso de leche y una rebanada con pan de la tahona cubierto de la nata de la leche y su correspondiente lluvia de azúcar era, junto a las moras, mi (nuestro) desayuno.

El camino hacia fuente agria se puede hacer de dos maneras, caminando por el arcén de la carretera o un sendero que transcurre en paralelo a ésta. En ambos las acacias, morales blancos, castaños de indias, algún castaño y algún cerezo, nos puede dar sombra en esos meses de verano. La fuente agria se encuentra junto a la ermita de la Virgen de las Angustias. Una ermita pequeña, que habitualmente siempre se encuentra cerrada y que posee una reja de hierro ensamblada a la enorme puerta de madera, a través de la cual, una vez los ojos se acostumbran a la oscuridad del interior, se puede ver al fondo la imagen de María sosteniendo en brazos a su hijo muerto.

Siempre era obligado echar un vistazo a través de la reja para curiosear en el interior de la ermita e, inmediatamente después, bajar corriendo los escalones que conducen hacía los caños por los que sale un agua fría, ligeramente gaseosa y con un inconfundible sabor a herrumbre. Un buen trago y un alivio para la digestión.

A continuación era necesario volver a trepar al viejo castaño que se ubica en una pequeña loma por encima de la ermita, bajar y entrelazar hojas de castaño con lo que fabricar un sombrero, salir corriendo hacia la acequia para hacer norias con juntos, meter “sin querer los píes en el agua”, bajar atropelladamente al chorrerón y seguir col la ingeniería de las norias. El chorrerón es un lugar mágico, donde la temperatura baja un par de grados apenas se inicia el descenso de sus enormes escalinatas. Se ha formado a lo largo de los años por el paso de un riachuelo que ha excavado una garganta de unos 10 m de ancho y 15 de alto y cuyas paredes están tapizadas de helechos y musgo. Al menos, 3 o 4 enormes castaños y un par de gigantescos cerezos cierran el paso a la luz, de manera que cuando uno llega al final de la bajada, nota la luz adormilada, siente la humedad en la cara y se queda mudo y quieto ante el incesante rumor del agua. Varios pequeños manantiales borbotean agua y el color anaranjado del orín cubre piedras y tiñe la launa y el sedimento del riachuelo.

Durante esta parte del día, en mi vida de aquellos años, aprendí a reconocer la floración de los castaños, encontrar o que me encontraran los nidos de tabarros entre las oquedades del suelo, conocer cada manantial, diferenciar los pelitres y ortigas de plantas no urticantes, diferenciar la picadura de una avispa y la de una abeja (para que me quitaran rápidamente el aguijón) y preparar antídoto con barro (saliva y tierra), que los castaños jóvenes son territorio de hormigas de cabeza roja que te muerden cuando subes por ellos, que subir a un castaño es más fácil que bajar de él, que las púas del erizo donde se encierra la castaña están pro todos sitios, distinguir las piedras situadas bajos la mejores sombras, ensartar moras con juncos, lanzar piedras como el hijo del cabrero y malgastar sus enseñanzas en el manejo de la honda, hacer tirachinas y arcos (que duraban un día), hacer regueros y pequeñas acequias junto a las verdaderas regueras de riego (para desesperación del regante), viajar en las nubes y soñar despierto.

José A. González Correa

 Pensión de América


 Subida a la Vaquería de "La Rula"

 Fonda de los castaños

Ermita de la Virgen de las Angustias
Virgen de las Angustias

Bajada a la fuente agria
Caños de la fuente agria


Bajada al chorrerón




 Chorrerón









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