Felicidad, un día de diciembre
Recuerdo el olor del jabón y las manos que me cubrían mientras
limpiaban mi piel, olor fresco y limpio, inolvidable desde entonces hasta
ahora. Siento las manos y las suaves fricciones sobre mi piel, como preludio de
un día de sábado. Alojado en el fin de semana y sin perspectivas de nada más
que de descasar y disfrutar de mis padres y hermanas, con el sol colando sus
tibios rayos por la ventana del cuarto de mis padres y acomodándose entre las
sábanas de la enorme cama que me serviría de parada, mientras mi madre
preparaba la ropa con la que vestirme. La rutina de un fin de semana que se
hace paso entre tantas rutinas de mi presente y que sin querer se ha colado en
mi pensamiento, mientras sentía como se acababa este día de diciembre. Tanto
tiempo separa aquellas sensaciones del presente, tantos años han pasado, que no
comprendo como puedo tenerlas tan vivas en mi cabeza. Lo que más me sorprende
es que son similares a los momentos, escasos, en los que me detengo y percibo
cualquier pequeña situación que me sumerge en un aluvión de sentidos y sensaciones.
El tiempo se ha ceñido a mi cuerpo, cambiando mi aspecto y haciéndome mayor,
más aún en relación con lo que realmente siento. El tiempo me ha cambiado el
semblante, recordándome que cada año me visita el calendario para añadir un
nuevo número a mi presente.
Pero en mi cabeza nada ha cambiado, los eternos desafíos de mi
mente de niño siguen abriéndose paso en el camino forzado por el que transita
nuestro vida de adulto. Aquejado de nostalgia, no se resigna a seguir
protagonizando historias de finales apoteósicos y de gestos increíbles. No se
olvida de la facilidad que tiene la mente de un niño para aclimatar a su frágil
figura la realidad de su titubeante inicio de existencia. Lugares cercanos y
mágicos a tan solo un guiño, antes del
ligero sopor como preludio del sueño. Certeza irrenunciable del quehacer
inquieto e inmaduro de nuestro cerebro, tímidos reflejos de un trasfondo
inabordable de aprendizaje. A un paso de convertirnos en adultos, nuestras
vivencias se agolpan en periodos de cambios y románticos vaivenes de
adolescencia, pero no son más que notas
inciertas de la sinfonía que debe presidir la banda sonora de nuestra vida.
Los pequeños momentos transitorios que acontecen cualquier día, a
cualquier hora, y que nos deja el alma enganchada a un suspiro, leve y efímero,
que llamamos felicidad. Cortos, y en ocasiones escasos, retales de tiempo en el
que nuestro modo de sentir se hace simple e infantil, acomodado a una
circunstancia de una levedad similar a una mota de polvo zigzagueante entre
rayos de sol filtrados por una persiana, circunstancia ajena a la rutina que,
acomodada a nuestra sonrisa, nos invade y aparta, desnudando nuestro corazón y
nuestros sentidos. La levedad de nuestra existencia, iniciada y que se desliza
en un tobogán de situaciones inabarcables en un sueño, pero que son la base de
nuestra biografía. Y como fogonazos de luces aparecidas, llamadas de forma
inconsciente, aparecen en nuestro cerebro cuando algo nos culmina y absorbe de
forma plena.
La felicidad que nos relaja, como una brisa leve y escasa durante
una noche de verano, como una nana en los oídos de un niño, como el corazón de
la persona en quien acomodamos nuestra cabeza, como la absoluta necesidad de no
hacer nada, como la canción que nos conduce a mirar al pasado, …, como la
sombra que nos cobija y la luz azul intensa que nos atrapa frente al mar. La
felicidad sentida durante los escasos minutos en los que mi cuerpo se secaba
entre las sábanas de la enorme cama de mis padres. Al calor de sol acomodado en
el cuarto, al cobijo de mi padre y ajeno a cualquier realidad que no fuera
disfrutar de ese momento. Ese momento eterno en mi memoria, suspendido en el
abismo entre el presente y el futuro, efímero y cercano, ajeno al tiempo, que
perdura y permanece, aun cuando el paso de los años cambió el perfil de mi
mirada y la manera de verlo todo. Sin embargo, cada sensación ganada, cada
pequeño momento en el que mi alma sale indemne de un naufragio, acomodando el
palpitar del corazón atropellado, celebro sentir como siento: abstraído por el
olor de jabón antiguo, mientras las pacientes manos aclaran mi cuerpo y lo
secan en presencia del templado sol de una mañana de sábado, mientras aun
ignoro la dificultad de no disfrutar la inocencia de esos instantes.
La felicidad como un instante atemporal y sublime que nos deja
suspendida el alma ante la percepción sentida por los ojos de un niño.
Jose A, González Correa
Felicidad, un día de diciembre
Como me has hecho recordar momemontos de mi infancia..., emocionada y vibrando interiormente te mando un abrazo y te doy las gracias por compartir todos tus sentimientos, gracias amigo
ResponderEliminarComo me has hecho recordar momemontos de mi infancia..., emocionada y vibrando interiormente te mando un abrazo y te doy las gracias por compartir todos tus sentimientos, gracias amigo
ResponderEliminar