18 de diciembre, festividad de la Virgen de la Esperanza
Conocí a mi hermana Esperanza cuando ella tenía casi diez años.
Aunque, realmente no tuve conciencia de ella hasta años más tarde, claro. Ella
si tuvo conciencia de mí de forma inmediata, era la segunda niña e imagino que
el nacimiento de un pequeño enano, casi 10 años después, debió ser para ella
una conmoción. Comento esto último porque, según me narraba mi madre, ella se
comía mi papilla cuando la dejaban a mi cargo y, más aún, cepillaba mi cabeza,
de pelo ausente, de forma insistente y sin importarle que “el niño” llorara de
forma desconsolada. Claro que ella lo hacía por un bien mayor, estimular hasta
la dermis mi piel craneal para que naciera pelo rizado y abundante, o al menos
esa era la excusa.
Mientras yo crecía, ajeno a las vivencias, experiencias y
desarrollo emocional de mi hermana, ésta veía en mi a un pequeño ser travieso y
en constante disputa con ella. Imagino que me vería como al usurpador de
atenciones, el lastimoso mocoso con ataques de asma que requería de especial
cuidado o el sempiterno incordio de cualquier momento, situación y escenario. Y
estoy seguro de que no le faltaba razón.
Recuerdos en mis veranos alpujarreños como la seguía, la
incordiaba durante los bailes en los días de fiesta, si la veía tomando algún
refresco con algún muchacho del pueblo, me acercaba a su mesa, acercaba una
silla y, sin consideración ni invitación alguna, me sentaba con ellos y de
forma decidida le indicaba al dueño del bar, “yo, una coca-cola con
cacahuetes”.
Pero, aunque escudriñara en mis defectos y me considerara
responsable de la pérdida del equilibrio familiar y de su dimensión de
espacio-tiempo, siempre atesoró el temple necesario para no sacarme de su
espacio y para compartir, años más tarde, su pasión por escribir.
Esperanza era especial, una niña atrapada en tiempos de adultos,
leve y frágil en su manera de sentir y percibir, y decidida, firme y
comprometida en su forma de proceder. La musa de sus “niños especiales”, así me
gusta recordarla.
Ella me enseño a entender lo especial de las cosas diferentes, me
enseñó a ver con otros ojos aquella realidad que no entendía. Me descubrió que
la naturaleza forma a personas de manera distinta pero no diferente. Y que cada
ser humano percibe la realidad de manera, que muchos coincidimos en la misma
percepción y que otros la vivencia de manera distinta, acomodados en cuerpos y
mentes que son minoría dentro de lo que entendemos como lo frecuente o normal.
“Sus ojos miran de forma diferente y son reflejo de otra dimensión sensorial
que nosotros no percibimos”, me decía. “Mis niños especiales son seres
diferentes a nuestros ojos porque no podemos asimilar ni entendemos la realidad
en la que realmente viven”. Sus ojos claros te miraban con tanta dulzura cuando
hablaba de este tema que, sin querer, te sentías desplazado del espacio en el
que transcurría la charla y, absorto, te veías asomado a una realidad distinta
a la que habitualmente estamos acostumbrados.
Esperanza sentía y percibía de manera excepcional, su corazón
galopaba con sensaciones que la rozaban como una pluma, se emocionaba con las
delicadas siluetas de cualquier sentimiento y lo hacía crecer hasta envolverte
en esa sensación con la delicadeza de un velo de gasa deslizándose por tu
cuerpo.
Vivía de manera intensa y apasionada y nunca perdía la sonrisa, salvo
por los instantes en que el desconsuelo nos oculta el alma y nos arroja a ese
lugar oscuro de la pena. Pero su pena era corta, en un instante mudaba el
semblante y miraba inquieta como buscando la solución que salvaría la congoja,
y sonría de forma leve, miraba de forma eterna con sus ojos claros y movía
lentamente la cabeza mientras su labio inferior acariciaba con suavidad al de
arriba en gesto inconsciente que repetía con frecuencia.
Colmó sus sueños con su amor bohemio y estalló de felicidad cuando
fue madre. Cuidándolos fue construyendo su vida madura y cuidándolos se
despidió de ella.
Jamás perdió la esperanza, nunca abandonó el deseo de seguir viva
y cercana. Mientras le hablaba de su enfermedad, estadios, tratamientos y
pronósticos, sentados los dos junto a una mesa de camilla, veía retirar su
mirada de la mía en un gesto de necesaria ausencia, pero no de negación ni de
derrota. Asumió la situación con gesto calmado, con dignidad y aplomo. Mientras
yo evitaba que mi rabia aflorara y que se mojaran mis ojos, ella apoyó su mano
en mi brazo y me dijo, “tu no te preocupes, que vamos a salir de esta”. Y luchó
y batalló, rió y lloró, nos regaló cariño y preocupación, nos dejó el ejemplo
de una mujer fuerte y decidida a no perder la esperanza.
Recuerdo cada día desde aquella tarde en la que hablamos de lo que
sólo para mi era inevitable, recuerdo cada instante y cada momento vivido a su
lado. Los días, semanas y meses embarcados en la rutina, viviendo y peleando,
esperanzados en cada día ganado al destino.
Recuerdo los cambios en su aspecto, su voz quebrada de los últimos
días y sus ojos claros y limpios. Su gesto con el labio, los movimientos
pausados de sus manos, los leves cambios para soportar la pesadez en su brazo,
los titubeantes inicios de sus frases y, sobre todo, el amor infinito por su
hijo y por Ernesto. Jamás olvidaré su mirada y su sonrisa ladeada al compas de
nuestros cuidado.
Quisimos ser testigos de todos sus momentos y anduvimos calmados
muchos días de Esperanza.
18 de diciembre, festividad de la Virgen de la Esperanza
A tu memoria hermana, (Esperanza, 1953-2016)
José Antonio González Correa
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