... solo se enseña



En ese espacio finito e inabarcable, todo cabe, todo se conecta y proyecta como sombras chinescas. Es la esencia incombustible de nuestra propia existencia, un lugar imperecedero donde vagará nuestra historia. Hilvanada a nuestros momentos cotidianos, va creciendo entre la razón y la esperanza. La abrigan los sentimientos, creencias, necesidad y consuelo. Y se mantiene a la distancia necesaria entre lo esencial y lo mundano, sin necesitar la conciencia aísla lo trascendente para proyectarlo en sueños. Se acomoda a nuestra piel con la suavidad precisa para no molestarnos. Cada uno de nosotros la guarda o muestra si siente la desnudez de otra cerca. No la puede ver cualquiera, enseñarla conlleva el riesgo de descubrirnos tal cual somos. Y aprender a verla es tan difícil que nos llevará la vida entera.
Descubrimos los retales que creemos son invulnerables, pero a veces, apartados de prejuicios y confiados en el otro, deshacemos el hilván y la extendemos humilde, la mejor de nuestras telas. Desnudamos nuestra alma en momentos indescriptibles, donde la razón no alcanza y solo los sentimientos y recuerdos son el patrón del momento. Asistimos al desconcierto de mostrarnos tal cual somos, de dibujar, sin matices, como fuimos y de añorar compartir con otros.
La fragilidad inmensa de los hilos delicados, la difícil compostura de su armazón, colmado de pequeñas cosas imprescindibles, la inmaterial distancia a la que se encuentra de nosotros mismos y la necesidad de no perderla, hacen que el alma no se vea, solo se enseña.

Jose A. González Correa

febrero-17

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