Banco de madera
Banco
de madera
¿Qué
quisiste ser que no fuiste?,
¿En qué lugar te vencieron?.
Fuiste
lo que de ti hicieron.
Naciste
para contemplar el cielo.
Acomodas
mi figura sin importar el peso,
y
reduces el cansancio y apresuras,
sin
descanso, los momentos invisibles,
el
silencio más rotundo sobre tu superficie firme.
¿De
dónde vienes viejo árbol?,
desprovisto
de tus ramas y tendido,
aun
dibujas los contornos de cómo eras,
cuando
tu vida se erguía en la ladera.
Reconoces,
por el sudor que me cubre,
los
ahogos y descansos que dejé en el camino,
y
paciente, consciente de que estás siempre,
esperas
que me consuele mientras me siento en tu regazo.
Imagino
tu historia al compas del ritmo tranquilo que discurre en un calle de pueblo.
El niño vuelve de la escuela, frotándose las manos por culpa del frío. A sus
espaldas, la ladera de la montaña se vistió la pasada noche de blanco, desnudando
aún más de ocres el color del paisaje.
Al
llegar a casa, el calor le reconforta y acude despacio a sentarse junto al
brasero. Sobre las ascuas se están chamuscando unas panochas y volutas de humo
blanco lo distraen mientras calientas sus manos.
A
los pocos minutos le pican las piernas y se retira un poco del brasero, al
tiempo que la madre lo reclama para el
almuerzo. Es viernes y no volverá al colegio, pero a la mañana siguiente,
temprano, subirá con su padre a la Sierra (si no vuelve a nevar), para entresacar
ramas del bosque de castaños y conseguir leña para sobrellevar el invierno.
Mientras
caminan por el sendero nevado, juguetea con el vaho de su respiración. El cielo
está despejado y eso hace que la mañana sea fría. El sol no se ha desperezado
del todo y se hace difícil caminar con una humedad que acuchilla los huesos.
Alcanzan
lo más alto del camino, donde el monte se achata y se dibujan las montañas más
altas. Contempla como algunas nubes están prendidas a la montaña, como una
enagua que asomara por la falda negra de las mujeres viejas del pueblo.
Mientras
su padre ya está con la limpia de ramas, el se queda extasiado contemplando el
fantasmagórico esqueleto de los gigantescos castaños. Observa el enorme tronco
del árbol que tiene más cerca y lo sigue en su ascenso hasta el cielo. Recuerda
su aspecto en verano, su flores largas y amarillas, a modo de penachos, entre
las anchas hojas verdes, con las que se hace gorros, y sus frutos erizados.
Los
golpes del hacha lo sacan del ensoñamiento y corre hacía su padre. Una enorme
rama se ha desgajado de unos de esos majestuosos árboles y su padre está
limpiándola de pequeñas ramas con el fin de llevársela para el pueblo. Esa rama
será, una vez limpiada y tratada, una excelente viga para sustentar la casa.
Una
enorme rama de un viejo árbol, quebrada, seguramente por el peso de la nieve,
por el viento, o por ambos, en manos de la necesidad, se desviste y acomoda
para guarecer unas almas. Y ella misma permanecerá guardada, al abrigo de la
launa que cubre el terrao que sustenta, hasta que tiempo y olvido deshagan
aquella casa que, de lo cotidiano del inicio de la historia, pasó a ser vieja.
Y
aquella viga, hija de aquel viejo árbol, abandonó los escombros, y llevada en
volandas por caminos cercanos dónde, formando parte de un espléndido castaño,
holló la tierra, acabó dominando la sierra y admirando el paisaje con el que
creció. Entonces vio como crecían los pueblos, ahora contempla y regala, a
quien sobre ella se sienta, el aire, las montañas, el silencio y el murmullo,
la soledad y el encuentro, mientras, acomodando su firme estructura a nuestro
cansancio, nos regala un asiento.
José
A. González Correa
Febrero-17
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