Aprendiendo a ser Alpujarreño (III)
Se
acerca la campaña de aceituna en la Alpujarra, de hecho los molinos ya están en funcionamiento.
La aceituna es escasa y, por culpa del calor, la poca lluvia, la “mosca”,
algunas se está cayendo de manera precipitada, con cada golpe de viento o por
debilidad se sujeción.
Los
paisanos empiezan a estar inquietos, esperando algo de lluvia que facilite el
“engorde” y mejore el rendimiento, a la vez que maldicen cualquier ráfaga de
viento.
El
agua de las acequias vuelve a ser requerida, nada habitual en otoño, salvo para
el riego de algunas hortalizas de invierno o algunas legumbres (las habas en
esta tierra se cultivan muy bien y son muy buenas).
Así
que el transcurrir del día tiene a estas gentes ajetreadas y hacendosas,
procurando hacer “suelos”, limpiar bien las fincas de “malas” hierbas, y que
todo esté preparado para el momento de varear o “barrerlas” del suelo.
El
otoño no está resultando frío, aunque la temperatura baja notablemente con el
caer de la tarde y en las hora previas al amanecer. Por eso resulta razonable
no asomar los bigotes (quien disfrute de mostacho) antes de las 9 de la mañana,
aunque para mi vecino Gabriel eso ya es media mañana. Pero aunque Gabriel
despierte a las gallinas, no deja de reconocer que la rociada en esta época es
intensa y que dificulta ciertas labores en el campo: desbrozar, mancajar, …,
utilizar herramientas pesadas (azadas, rastrillo …), y tareas propias de la
aceituna, soplar las hojas, barrer aceitunas,…
Es
difícil entender como en noviembre, a mediodía, uno puede deambular por la
melga en mangas de camisa. Hoy ha sido uno de esos días, he terminado de
preparar el riego por goteo en el huerto mientras el sol lucía y calentaba de
manera notable. Las naranjas empiezan a abandonar el color verde y lucen una tonalidad
apagada de su color definitivo, a la vez que las hojas delatan que necesitan
agua (“bribón el naranjo para el agua”, escucho a menudo). Las habas ya han
visto el cielo, después del día de los Santos, como también me han aconsejado
en muchas ocasiones. Y los guisantes brotan como la lava de un volcán,
abriéndose paso en la tierra.
A
pesar de los riegos, extemporáneos, la hierba (la mala) no termina de convertir
la tierra en una alfombra verde, se nota que la madrugada viene fría y la
controla. no obstante, habrá que hacerse de latiguillo y darle un repaso antes
de comenzar a tirar toldos y trepar aceitunas.
En
estos casos hecho de menos los poderes “Jedi” de los paisanos más viejos, los
que manejan las varas con el esfuerzo justo, haciendo de la acción de apalear
olivos un ejemplo de eficiencia. Moviendo con destreza calculada los golpes,
intensidad y ángulo de acometida, como si fueran expertos samuráis o maestros
de Aikido. a diferencia de ellos, yo lucho contra los árboles, disputando cada
aceituna y comprobando que el golpe, no solo da con la aceituna sobre el
lienzo, sino que deja desfallecer un surtido grupo de tallos y ramas. Además,
las 3 aceitunas que quedan en la rama más alta, suponen un dispendio energético
inútil. Porque tras elevar los hombros por encima de lo razonable, sujetando la
vara de bambú (más pesada por no haberla dejado secar de forma conveniente),
articulando un golpe imposible (errado en la distancia), acompañado de la
contracción anómala de trapecio, esternocleidomastoideo, deltoides, bíceps y
tríceps, las aceitunas golpeadas alcanzan una trayectoria balística inadecuada
y acaban, por supuesto, ocultándose entre la hierba, lejos del lienzo.
Evidentemente,
como si fuera un joven “padawan”, recibo los sabios consejos de los vecinos,
vertidos con algunas mofas y con pensamientos,
no verbalizados, pero que mi instinto percibe: “quien le mandará hacer lo que
no sabe”, “será “mu” listo pa sus cosas, pero que torpe es la criatura”, …, y
alguna que otra lindeza de esas características, imagino. Aunque la necesidad, el
tiempo, el pundonor y el orgullo, hacen que cada año me destroce más que el
anterior, que siga apaleando los olivos (“dale que no se quejan”), llenado
sacos de aceitunas como si fueran doblones de oro (ilusión figurada) y
obteniendo un aceite estupendo, de menos de 0,3-0,4 grados y con los
polifenoles dispuestos a ayudar a nuestros corazones.
Y lo
mejor, disfrutando la “labor” que nos dejó mi padre, cuidando los árboles que
el plantara y regando, abonando y deshaciendo la misma tierra que preñara
tantas veces de cosechas. Por eso no puedo dejar de peinarla, acariciarla y
amarla. Porque cada mañana, cada tarde que la recorro, siento su fuerza e
imagino su transitar por ella, con la cabeza clara y la sonrisa torcida al
contemplar los árboles cargados de fruto.
José
A. González Correa
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