A mis padres, una vez más, por como fueron e hicieron
A mis padres, una
vez más, por como fueron e hicieron.
Removí la tierra
alrededor de un olivo imperfecto de 3 patas, no una, sino dos veces. Cavé un
hoyo centrado en la profundidad, mientras mis lágrimas se asomaban con la
timidez de quien quiere ser siempre fuerte. Y las de ellos me inundaban el
alma.
La tierra se
apilaba, no una, sino dos veces, mientras les buscaba abrigo en aquel lugar que
siempre sintieron como suyo. Tierra de labor para tener pan, tierra cultivada a
golpes de vida derramada y regada en horas de sereno, tierra mimada con la que
llenar la alacena.
Recuerdo mis ojos
mojados, ausentes del consuelo de quienes me llenaron de amor en su vida.
Recuerdo sus
manos agitadas por la falta de aire, mientras sus ojos de cristal azul apuraban
la humedad del aire. Recuerdo el desconsuelo de aquel hombre, llorando como un niño
por la marcha de ella, el ángel de aquella foto que inició la historia de amor
que me dio la vida.
No voy a deshacer
lo tapado, porque ya son parte de la sabia de olivos y frutales. Pero quiero
recordar aquella tierra removida, no una, sino dos veces. Buscando hundir la
azada, escondiendo mi cabeza a cada golpe, sin dejar aflorar las lágrimas y sin
poder consumir la pena que me ahogaba.
Por tenerlos
abrigados al arrullo de la marea que visita y asiste la vega a mediodía. Aíre
insistente que mueve las ramas hacia el este. Viento regañado cuando se queman
rastrojos y el único alivio del preludio de la siesta en agosto.
Tierra removida,
no una, sino dos veces, con mis manos refrenando la pena, junto a un olivo
imperfecto de tres patas.
Era la tierra
bajo un manto verde y húmedo,
pétalos amarillos
se abrazaban simulando una campanilla,
y lágrimas de
rocío bajaban por el tobogán de una brizna de hierba.
La textura de una
gota, fusionada con otras,
evaporada de un
mar cercano y
en apresurada caída
por saciar la sed de la tierra.
Como gotas de
lluvia sus caricias,
como perlas de nácar
prendidas,
junto al brillo
de tus ojos.
Un susurro en su
piel,
cada parte de tu
piel
desprovista de
ropa.
Y cientos de
campanillas disfrazadas de amarillo,
sobre la tierra
que acompasa el latido
del mismo corazón
que siempre atrapas.
Mi espera es la
recompensa de la esperanza,
la que atesoran
mis manos que tiemblan
mientras
acarician el manto de hierba.
Manto verde
salpicado de gotas,
herencia de unas
pocas horas,
restos del rocío
que ahora,
mientras os siento,
se detiene en mis
manos.
José A. González
Correa, junio-18.
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