Un paseo de nube
Es enorme etérea
y frágil, como algodón recién recolectado que, aún suspendido en el aire,
acaricia la mano que lo ejecuta.
Es blanca, con
espacios que se llenan de tímidos grises donde el aire se intercala y la
deshilacha.
Es nube, la mayor
de otras que la acompañan, en una caravana viajera que ahora peina la montaña.
Recorre la
distancia de un espacio abovedado por un cielo azul de otoño. Sobre el perfil
inmóvil de la montaña, avanzan las apretadas gotas de agua, viajeras.
A esa nube enlacé
un sueño, una aventura en la noche mientras mi cuerpo duerme.
Mover mi cuerpo,
deshacer la distancia quedándome quieto, y llegar hasta ese cielo pintado en el
sueño. Aguardando callado hasta alcanzar su textura y coser la sábana de la
cama con imaginarios hilos de algodón de nube.
Y en mi
cabalgadura mágica recorrer, con la brisa del aire que acompaña, las siluetas y
dibujos de la sierra y sus barrancos.
Me acompañan
siluetas de aves ejecutoras de filigranas, de vuelos imposibles y esclavas del
viento que les permite está arriba.
Y me acompañan
recuerdos que no puedo rememorar porque estoy en un sueño.
El sol está
bañando desigualmente de luz la montaña, y las sombras compiten con los
reflejos dorados. Un bosque de pinos carrascos ha sido flanqueado por la
negrura, con una línea divisoria que apaga el verde vivo y lo sume en una masa
inerte de color callado.
Más abajo, en la
explanada de un monte bajo donde el pueblo entierra su pasado, el sol perfila
una espléndida mancha verde de árboles apilados. Y los espacios encalados dónde
los que fueron reposan, dibujan una mancha blanca que el sol adorna de color
atardecer. El mismo que impone en la robusta montaña que en su falda acoge a
Soportujar y Caratáunas.
La nube
trasgresora e inquieta, se ha deshecho en otras tantas, y la que me aguanta, ha
descendido a la otra cara de la montaña.
Se dibuja una
vaguada, los árboles van descendiendo por ella y, entre ellos, monte bajo que
perfuma los restos descosidos de algodón, que se enganchan y perfilan una nube
con jirones.
Bajo mis pies, un
barranco, cubierto de ocres, amarillos y naranjas, un sendero tapizado de hojas
desvanecidas, inconscientes y olvidadas, salvo por el viento que las arrastra.
Le pido a mi
sueño detener a la nube y saltar, y deslizar mis píes entre las hojas, descendiendo
atropellado entre ripios y lascas que se desprenden y desmoronan la tierra
conforme avanzo. Sorteando aulagas y rozando con los dedos romero y lavanda.
Salto entre dos
rocas pintadas de verdín, buscando, que el agua precipitada por el barranco, me
salpique la cara.
El agua, siempre
presente y custodiada por acequias, guardando su pureza para que humedezca las
semillas y la vida prevalezca.
Agua que reparto
desde mis manos a mi cara, sintiendo como se derraman con prisas sus gotas que
apenas humedecen mi piel, pero me transmiten su frío.
Las mismas gotas
que apretadas e inquietas formaron la nube de la que apenas queda un pequeño
recuerdo. Descosida, encogida y rota, el aire, que fue arreciando durante el
sueño, la acabó desintegrando y son ahora gotas de humedad que se dejan
arrastrar en el sentido del viento.
Y ese viento de
poniente me devuelve a la cama, mientras los colores del ocaso se ocupan de
enamorar el cielo, jugueteando con añiles imposibles que mezcla con amarillos y
naranjas desteñidos, apagados y vencidos.
Cuando solo queda
el perfil de la montaña porque el último color de tarde ha sucumbido, mi sueño
me devuelve al lugar donde permanezco dormido.
José A. González
Correa
Un paseo de nube
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