Tres gotas de felicidad




Colocó tres gotas de felicidad sobre la arena, solo tres gotas de locura, tres salpicaduras de espuma de agua salada, esencia de mar y salitre.

Desde el cubito de playa movido por el caminar inquieto, el agua estremecida saltó hasta la arena, solo tres pequeñas gotas deshicieron el espacio y cayeron.

Antes del castillo de arena, tres perlas transparentes e impacientes se encontraron el vacío, espacio quieto y efímero al que jamás volvieron.

Antes del aluvión que caería del cubo, las gotas primeras, las tres audaces, besaron la arena, un alivio efímero para el calor que atesora, tres gotas de felicidad sobre la arena ardiente.

Derramadas por un niño de paso incierto, absorto en el juego de regar la arena, tres simples gotas son la primera sensación de frescura, casual y delicada.

La felicidad como un instante robado al tiempo ejecutor de lo diario, como un relámpago de sensaciones de intensidad inabarcable.

Como un regalo inesperado, tan frágil en su envoltorio que apenas tocar queremos, y tan sutil como tres gotas derramadas sobre la arena de una playa.

Quizá como el rocío que dormita sobre la hierba al despertar la mañana, guardando el equilibrio antes de resbalar y mojar con timidez la tierra.

Gotas de mar o de rocío, la misma sensación efímera, igual circunstancia pasajera que se acomoda y nos aparta de lo cotidiano, cuando por suerte, ajenos al secuestro de los sentidos, descubrimos que en nosotros cabe algo más que la espera.


José A. González Correa, mayo-2017






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