Tres gotas de felicidad
Colocó tres gotas
de felicidad sobre la arena, solo tres gotas de locura, tres salpicaduras de
espuma de agua salada, esencia de mar y salitre.
Desde el cubito
de playa movido por el caminar inquieto, el agua estremecida saltó hasta la
arena, solo tres pequeñas gotas deshicieron el espacio y cayeron.
Antes del
castillo de arena, tres perlas transparentes e impacientes se encontraron el
vacío, espacio quieto y efímero al que jamás volvieron.
Antes del aluvión
que caería del cubo, las gotas primeras, las tres audaces, besaron la arena, un
alivio efímero para el calor que atesora, tres gotas de felicidad sobre la
arena ardiente.
Derramadas por un
niño de paso incierto, absorto en el juego de regar la arena, tres simples
gotas son la primera sensación de frescura, casual y delicada.
La felicidad como
un instante robado al tiempo ejecutor de lo diario, como un relámpago de
sensaciones de intensidad inabarcable.
Como un regalo
inesperado, tan frágil en su envoltorio que apenas tocar queremos, y tan sutil
como tres gotas derramadas sobre la arena de una playa.
Quizá como el
rocío que dormita sobre la hierba al despertar la mañana, guardando el
equilibrio antes de resbalar y mojar con timidez la tierra.
Gotas de mar o de
rocío, la misma sensación efímera, igual circunstancia pasajera que se acomoda
y nos aparta de lo cotidiano, cuando por suerte, ajenos al secuestro de los
sentidos, descubrimos que en nosotros cabe algo más que la espera.
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