La noche
La noche
He salido
despacio, apercibido por las noticias sobre la ola de frio, buscando encontrar
lo que escondía la noche. Tras caminar unos pocos pasos, la luz suspendida de
la farola de la calle se iba enmudeciendo, mientras yo notaba los primeros
avisos del frío, el aíre me lamía la cara con una humedad helada que no
esperaba. Caminé discutiéndole a mi razón el hecho de encontrarme allí, en
medio de una calle oscura que ascendía entre la fila de coches aparcados. Las
antorchas de luz moderna, farolas que agitaban la luz que desprendían merced al
viento que arreciaba entre remolinos de papeles y bolsas de plástico, se iban
sucediendo mientras avanzaba en mi camino improvisado. Poco a poco, la helada
sensación de mi cara iba acariciando el resto de mi cuerpo, las manos se
quedaban prisioneras de los bolsillos, mientras las orejas eran islotes
abandonados en medio de un mar de hielo.
Y allí estaba yo,
llegando a un descampado cercano al cementerio antiguo, desaparecido de allí para
dejar lugar a una plaza monumento al cemento, con árboles acorralados y escasos
por el gris del entorno. La plaza como una manta almidonada sobre el lugar
donde reposaron quienes dejaron la noche a su antojo, ausentes de sentido y
guardianes de los luceros que tapizan el cielo. Y desde aquel lugar elevado,
puede apreciar una sucesión de olas de un gris suave y plateado, las copas de
los olivos de la vega devolviendo, con la suavidad de una caricia, la luz de la
luna reflejada en sus hojas movidas con delicadeza por el viento helado de esta
noche. Una inmensa marea de un perfil ondulante que detuvieron mi mirada
durante el tiempo que se dedica a un sueño, un tiempo infinito en intratable
con el que sentimos y guardamos las cosas que nos emocionan. Ya, para entonces,
mis sentidos estaban abiertos, expectantes por lo intenso de ese momento, con
la noche por delante, la luna temerosa y menguante, presente y atrevida
mientras derramaba su blancura. El frío constante e intenso atrapando aún más
mis manos en el hueco inagotable del bolsillo, la sierra derramándose hacía el
río desde una atalaya de nubes en huida y, por encima de todo, el cielo
salpicado de pequeñas perlas de luz, como lunares inagotables sobe un telón
negro.
Todo aquello
acomodó mi memoria a las historias que han vivido junto a mi desde niño, esas
historias narradas en ilusionantes noches de verano, en la plaza de Pórtugos,
delante de la pensión de América o en el tinao de Teresa y Celedonio. O
aquellas otras historias junto a una mesa de camilla y al calor del brasero,
contadas en voz baja por mis mayores de entonces, Justo, Dolores, Rosenda, … Y
las mejores e irrepetibles, llenas de detalles y con un realismo narrativo propio
del costumbrismo, derramadas por la voz atrancada y la sonrisa ladeada, por el
peso de un corazón inabarcable, de mi padre. Historias de lo diario, de lo
sencillo y maravilloso que resulta mostrar todos los caminos de su tierra a un
enamorado de la vida. Aquejado de una lucidez inmensa, la necesaria para
ilustrar la realidad sin idealismo, dibujando con palabras la precisa verdad de
una hermosa vida imperfecta. Todos los lugares en mi memoria, ateridos por esta
noche fría, sin luces titubeantes ni transeúntes que desvíen mi mirada del
marco preciso que gestionan las montañas, el cielo, y las olas del mar de
olivos.
Me ausento de la
historia que vivo, mientras doy un par de pasos, encuentro, en el perfil frio y
oscuro de la noche, la puerta que atraviesa el espacio del otro lado. Como un
agujero en el tiempo, atravieso el umbral de la nostalgia, cerrando a mi
espalda la madera cosida a la bisagra de los recuerdos. Y dentro de ese lugar
inimaginable de sombras y luces de siempre, levanto la mano hasta alcanzar, de
una de las estanterías de la memoria, una historia de noches frías y montañas
que se derraman hasta el río.
La historia de un
minero de entonces, como tantos, de esa sierra preñada que aparta mi pueblo del
mar. Una historia contada por su hermano, el alma que pintó, junto a su eterna
novia, la mía.
La subida a las
minas transcurre por un carril, antiguo sendero, que se inicia a 2 km de
Órgiva. Actualmente el paisaje no debe ser muy diferente al de principios del
siglo XX, salvo por el incendio que sobre los años 70 arrasó el bosque y
matorral que tapizaban sierra Lújar. El camino transcurre por una garganta
entre dos imponentes montañas que superan los mil metros de altitud. Está
jalonado de matorral mediterráneo y de adelfas e higueras que acompañan los
primeros kilómetros de subida. Cuando transitas por él, tienes la sensación de
sentirte observado y, de vez en cuando, algunos riscos y pequeñas piedras
parecen desplomarse de forma misteriosa desde la ladera del monte. Al alzar la
vista solo se perfilan los pinos que bajan desde la cumbre, sosteniendo la
falda del monte como si se tratara de un hilván de color verde. Sin embargo,
cuando nuestros ojos se acostumbran al claroscuro del monte, en ocasiones se
divisan cabras montesas, que alertas, miran nuestro caminar mientras saltan o
caminan entre las peñas.
Sierra Lújar
estaba preñada de mineral y pronto se convirtió en una fructífera explotación
minera que trajo cierta prosperidad a la comarca. El trabajo del campo es duro,
sacrificado y desagradecido y no siempre aporta un jornal suficiente para
callar el hambre, aunque a veces consigue que hable en voz baja. Por lo que el
trabajo en la mina se convirtió en una buena opción para muchos de los hombres
del pueblo y los alrededores.
El invierno de
aquel año cargaba con dureza extrema el caminar de los mineros mientras
ascendían entre las sombras inertes de las montañas. El frio penetraba de forma
impasible, ayudado por el viento, en la piel de aquellos hombres que discurrían
en hilera, alumbrando con la llama de lámparas de carburo el sendero, como una
infinita procesión de luciérnagas.
Antonio era alto
y fuerte, muy alto para aquella Alpujarra pobre de principios del siglo XX, sus
fuertes piernas y la recia espalda soportaban la ascensión sin dificultad, pero
la escasa ropa permitía que el helor se clavara como agujas e insensibilizara
sus manos y sus orejas. Pero, como todos, seguía caminando, sorteando los
ripios y pedruscos del camino, evitando que el débil calzado permitiera que
esos obstáculos causaran una torcedura o una herida. Y como en muchas
ocasiones, detenido el viento, comenzaron a sobrevolar sobre sus cabezas, como
pavesas, copos de nieve que poco a poco los fue cubriendo de blanco. Sacudían
sus ropas de forma metódica para desalojar el frío y deshacerse del manto
blanco. El suelo crepitaba a medida que ascendían y la nevada se hacía más
copiosa y molesta. Con las primeras luces del alba, el camino se abría y las casetas
de los peones permitían un respiro. Desperezados del blanco, descansaban de hatillos
y herramientas por un instante, antes de esperar las instrucciones del capataz
que marcaría la actividad de cada uno. Antonio notaba un calor extremo en su
cara, pero por más que tocaba el trago de su oreja derecha, no sentía nada.
Deshizo el hatillo, dejando las viandas apartadas junto a la pared, y lo anudó
a su cabeza cubriendo ambas orejas. A continuación, introdujo las manos dentro
del pantalón y espero paciente a que distribuyeran el tajo.
Los barreneros
iniciaban el trabajo, provocando voladuras controladas en las galerías y
creando nuevo pozos y vías de acceso y ventilación. Posteriormente, cada
cuadrilla recorría con paciencia los recovecos de aquellas gargantas oscuras de
pasadizos de roca, picando y cargando las carretillas con las piedras
arrebatadas a la montaña. La oscuridad velada por lámparas de acetileno,
candiles y sapos, proporcionaba un ambiente fantasmagórico donde el tiempo se
disipaba y su constante paso solo de media por el dolor en músculos y huesos
que el incesante trabajo causaba.
Poco a poco,
Antonio sintió que el calor de la cara y el hormigueo constante de la oreja
izquierda desaparecía, sin embargo, el lóbulo de la oreja derecha y parte del
cóndilo mandibular del mismo lado le dolían como un mordisco. Seguía con su
trabajo, aferrado al pico y golpeando la gruesa veta. Aquella cuadrilla mordía
con ahínco la pared que mostraba indicios de galena, apilando los trozos
desprendidos en las carretillas que pacientemente iban sacando al exterior una
vez estaban suficientemente cargadas. Desde allí y mediante un grueso cable de
acero anclado a torretas que se despeñaban a lo largo de la ladera, conducían
el material hasta el lavadero situado en Tablones, una pedanía de Órgiva a
orillas del río Guadalfeo.
El trabajo sin
pausa, el martilleo constante, la luz de duermevela, el frío incesante y el
cuerpo dolorido, hacía de aquellos hombres autómatas sin pensamientos, con la
única esperanza de que el sol buscara el resguardo y que, de nuevo, enfilaran
en hilera el descenso hasta el pueblo. Trabajar de forma extenuada por un
jornal, esa había sido también la opción de Antonio, sin depender de la
agricultura de sino aleatorio en función del tiempo, plagas y mayoristas.
A mediodía el
descanso era obligado, una hogaza de pan, un trozo de panceta y un cuenco de
gachas sobrantes de la cena, eran en aquel día de diciembre el almuerzo de
Antonio. Ajeno al alcohol, solo bebió de forma copiosa tras apurar las viandas,
empinando el pipote y tragando de forma acompasada el agua fría como el día. No
fumaba, y mientras el resto de miembros de la cuadrilla liaban algunos cigarros
que compartirían, él tuvo el primer pensamiento propio en toda la mañana. Su
padre Antonio, inmigrante en Panamá, llevaba más de un mes sin enviar una carta
o, una vez lo pensó mejor, ellos llevaban más de un mes sin recibirla. Pero
como no estaba allí para pensar en su padre, de inmediato se vio de nuevo en
fila de a uno adentrándose en una de las galerías, para comenzar con la rutina
de destripar a la montaña.
El sol se fue
tendiendo y transformado las tonalidades del cielo a medida que iba
sucumbiendo, parecía tan cansado como aquellos peones de la minería, al tiempo
que permitía unos minutos de luz para que los hombres fueran recogiendo y
permitiendo a los rezagados salir a paso cansino de las profundidades de la
tierra. Había terminado de acostarse sobre la sierra de Guájar a eso de las
cinco y media, dejando un añil intenso como único rastro de luz en el
horizonte, mientras la sombra iba inundando la montaña. Sin luz de sol, se
acabó la jornada y lenta y pausadamente, cada uno de aquellos hombres iniciaron
el descenso desde la mina hasta la rudimentaria carretera que conducía al
pueblo. Y cada uno en ese momento, recuperó en su cabeza restos de su historia,
recuerdos cotidianos, los hechos de la noche anterior, sus familias, o el
proyecto de formarla algún día. Cada uno bajó con sus muchas preocupaciones y
sus pocas ilusiones. Algunos, incluso, los más devotos, pensando que otro día
más el Cristo de la Expiración había velado por ellos, por lo que estaban en
deuda con él, prometiéndose a sí mismos y al Cristo, quemar pólvora y hacer el
máximo ruido previa a la procesión de la imagen, el viernes antes del “Viernes
de Dolores”.
Antonio volvió a
sus pensamientos, su padre había marchado a Panamá, para trabajar en las obras
del canal. Necesitaban dinero para lograr comprar algún trozo de tierra y no
depender del arrendamiento de alguna parcela. Poco daba el campo si, además, había
que repartir la mitad del producto. En casa habían quedado él, su hermano
Manolo y su madre Dolores. Manolo aún acudía a la escuela. Por lo que a
expensas de lo que enviaba su padre, su jornal, a pesar de ser escaso por no
haber cumplido aún los dieciocho años, era indispensable en la casa. Con esos
pensamientos, tan oscuros como la noche que los cubría llegó con su cuadrilla
al pueblo. Justo en la bifurcación del camino del Zute, enfilaron la empinada
cuesta que conducía hasta el barrio bajo y desde allí, por la calle real a las
cuatro esquinas, donde estaba su casa.
Las calles a
oscuras ocultaban la falta de higiene, de saneamiento y alcantarillado,
mezclándose el barro con inmundicias, de hecho, la mayoría de las casas carecía
de aseos y los establos, donde los había, servían de excusados.
En casa, su madre
lo recibió con un suspiro y el rosario en la mano, mujer de pocos ánimos y
mucha devoción en el Cristo, todo lo dejaba en manos de Dios, sin atender a que
los hombres obran a su libre albedrío. Le besó la cara y lo sentó junto a la
chimenea, ubicada en la pequeña cocina que había a la entrada de la casa. Una
casa de tres plantas, erguida como una torreta con azotea vigía, de amplios
muros y techos de vigas de castaño que soportaban cañas, pizarra y launa. La
chimenea albergaba unas ascuas, sobre la que se asentaba la trébede y sobre
ella una sartén tiznada donde estaba preparando gachas con sopa de pimientos
asados. Sentado junto al fuego, se desanudó la pañoleta de la cabeza, quedando
prendida a ella el trozo de trago que el frio y el viento habían congelado. Su
madre le lavó como pudo la oreja, le puso aceite y rebuscó en la alacena hasta
encontrar un paño blanco, que rajó y colocó a modo de venda sobre la cabeza de
su hijo. Luego se levantó y junto a una figura del Sagrado Corazón de Jesús que
tenía junto a la venta de la cocina, encendió una palomita que colocó sobre un
vaso con agua, al que previamente había añadido un “chorreón” de aceite. Bien
valía la salud de su hijo, gastar un poco de aceite, en la herida y en la
plegaria.
A mi tío Antonio
José A. González
Correa
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