Dolor o cordura


A veces, la belleza de los atardeceres es tan sublime, que me hace sentir pequeño, insignificante y necio. Solo con ver como el mismo paisaje cambia al cambiar la luz que lo proyecta.

Me invade ese sentimiento de derrota, sin lograr saber de donde sale, de donde brota. Solo soy capaz de transcribirlo musitando aquellos momentos en los que el corazón se empaña y su latido me descoloca.

Y me empeño en afirmar que a estos años que aprisiono para no perderlos, el tiempo se apiade y me conceda no sucumbir a los ocasos.

Nunca opuse el dolor a la cordura
ni inicié mi caída sin acotar los sentimientos.
Jamás dibujé los pentagramas que quise,
ni adorné con luces las notas señaladas.
Seguí mi senda hacia donde se pierde la cordura,
hasta la fábrica que agoniza y entierra los sentimientos.
Llené de agua de esperanza mi derrota,
cuando azahares blancos danzaban en el aire,
cuando las gotas sabidas de mi angustia cierta
afloraban y dejaban mi boca ajada y seca.
Hundí mi cabeza para callar lo que siento y
dejé que se helaran mis manos
con el soplo de mi aliento.
Me quedé callado y puse tiempo a la demora y
oscurecí, como antaño, la leve idea de delirar de nuevo,
de acotar en mis sienes la cordura y hollar sobre los sentimientos.
Dejé que mi brazo y mano escribieran
lo que mis ojos derrotados habían visto.
Me quedé con la boca adormecida,
sin las gotas que la vistieron,
sin la risa que culmina cuando más siento.
Me senté a considerar mi derrota,
olvidé los pinceles del dibujo
sobre el lienzo inacabado.
Hundí mi cabeza sobre el hueco desolado de mis manos,
sin esperar que la noche la adormezca,
ni el día arrebate su tristeza.
Acabé sin despedir el día, sin encontrar la luz,
ni cubrir con mis manos su principio,
ni cubrir con mis sueños el ocaso.

José A. González Correa



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