Bruno
Bruno
Desde que llegó, Bruno no ha salido del barrio, salvo para sus visitas a la Alpujarra, la tierra de sus abuelos. Por eso, pasear por el barrio es algo que adora. A veces, su caminar es apresurado, otras algo más detenido, cansado. Posiblemente, la edad se ha ido acumulando en sus músculos y articulaciones, aunque, la verdadera causa, es la enfermedad incurable que padece. Pero la afronta con energía, asumiendo tratamientos y cuidados de la misma forma que atesora las palabras cariñosas y el ánimo que recibe.
Adora salir a la calle, pasear por esos lugares cercanos que visita a diario, colmando su nariz de olores de todo tipo que lo estimulan y atrapan, como en un sueño.
Estos días, de antesala de la primavera, descubre, con asombro, lo adelantado del azahar en los naranjos, y ese aire prendido de pétalos blancos que se descuelgan arrastrando el olor que tanto han narrado los poetas. En ocasiones, camina sobre esa alfombra de nácar improvisada que tapiza las aceras. Lo veo caminar sobre ella, distraído, en sus cosas, mientras yo sigo avivando mi paso y llenando mis sensaciones con ese olor intenso y dulzón que tanto me recuerda a el pueblo.
Las jacarandas no han querido ser menos y han desparramado una paleta de colores fucsia, rosas y blancos por el suelo, muchas flores se acomodan en la oquedad en la que la acera pierde su artificialidad y, rodeando al árbol, deja que el marrón de la tierra recupere el espacio. Parecen dispersos milagros de la naturaleza que salpican la acomodada civilización de cemento de las ciudades, Pues bien, sobre esos espacios repletos de flores camina Bruno, enredado en sus cosas. A ratos, se detiene y me mira, como preguntándose si yo soy capaz de admirar tanta belleza improvisada. Mira a los ojos, de forma noble y leal, sin prejuzgar nada, solo con curiosidad, o por entrever en mis ojos que mi preocupación se disipa ante las cosas bellas. Ojalá yo pudiera ver el mundo de la forma natural y confiada con la que sus ojos marrones lo miran.
Y seguimos el paseo, alternando miradas y altos fugaces en el camino, mientras el reloj me cansa y a él las adelantadas temperaturas de este marzo extraño. Las calles se hacen nuestro improvisado sendero cotidiano, donde hay lugares en los que habitualmente nos detenemos, como por instinto o por recuperar algo de esencia de por qué paseamos. Suele distraerlo mis manos en los bolsillos, parece que allí guardara algún tesoro que le pertenece o, al menos, del que le gustaría ser partícipe. En ocasiones, está en lo cierto y en otras le desvelo una desconsolada verdad del misterio, al darles la vuelta y enseñar que están vacíos. Pero solo se desanima un instante, suficiente para recuperar el paso y seguir con el paseo.
Mientras sigue caminando, observo, que gira una y otra vez su cabeza, interesándose por abuelos de tertulia en los bancos que, en hilera, van distribuyéndose a lo largo de la acera. En algunos, los árboles, aun intentando vestirse de primavera, dibujan sombras exiguas y destartaladas, pero aquellos se agrupan allí como si de un oasis se tratara. No sé qué pesará de ellos, porque solo se detiene cuando Fernando le llama la atención. Imagino que me conoce lo suficiente para saber que mi carácter hosco invita a no pararse mucho tiempo.
El reloj nos avisa que llevamos 30 minutos caminando y poco más de un kilómetro recorrido, por lo que emprendemos el camino a casa, él, algo más cansado que yo, va deshaciendo los pasos para acortar el camino de vuelta. Pero vuelve a pisar aquellos trozos de piel desnuda de las aceras, cubiertos de pétalos y olor, como si quisiera llevar a casa ese aroma impregnado en su cuerpo.
Bruno adora el barrio, pero no tanto como su cómodo sillón, donde disculpará la tarde durmiendo y soñando con el aire, el olor a azahar, las jacarandas desnudando flores y con los tesoros que, de vez en cuando, guardo en los bolsillos.
José Antonio González Correa
¡Bruno es adorable! Un abrazo
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