De Zute a Órgiva


Vuelvo después de pasar la mañana en la melga, intentando lo imposible, que los regueros conduzcan el agua de forma certera, que la hierba crezca tejiendo una alfombra donde las mariposas dibujen vuelos inesperados, que las orillas no se desdibujen y que ningún árbol palidezca.

En definitiva, vuelvo cansando y agradecido por poder cuidar un trozo de naturaleza. Aunque, a decir verdad, es ella la que me lleva cuidando a mí veintitrés años. Adormeciendo la ansiedad acumulada, dejando que la tierra acomode mis golpes de azada para descargar mis miedos, a la vez que ella se airea y les brinda más vida a las plantas. 

Permitiéndome contemplar la floración, cada año más temprano, de la primavera, sin olvidar el desplome, unos meses antes, de los pétalos de la flor del almendro. Caen mecidos por el viento mientras la falda sur de Sierra Nevada aun luce blanca. Como si emularan los copos de nieve que cubrieron la sierra, adornan con detalles blancos y rosas el manto verde y amarillo que formaron las vinagretas. 

La finca está en el paraje de Zute y la vuelta al pueblo discurre por un carril ancho que deja a lado y lado otros campos y algún cortijo. El carril, ahora callado, periódicamente acomoda el sonido del agua que de forma alocada se precipita por las acequias y que, en otras muchas, da resonancia al ruido de desbrozadoras, motosierras y otros utensilios que ayudan a la labor y rompen el silencio.

Subo la pequeña pendiente observando todos los detalles, el calor lleva cargando el día de pesar, resulta a ratos insoportable, sobre todo por las moscas que vienen a refugiarse en la humedad de mi cara sudorosa. Intento no servirles de lugar de descanso y manoteo de forma cómica y poco eficiente.

A pesar de lo pesado que se hace el camino, ya pasadas las 2 y media de la tarde, cansado por la faena, cubierto de sudor y de polvo, observo un cielo claro y el perfil de Sierra Nevada perfectamente dibujado. Tiene un aspecto árido y solitario, salvo por los puñados de blanco que se distinguen en su ladera: Cañar, Soportujar y el cementerio de Órgiva. El paisaje es fabuloso, pienso, aunque no puedo evitar divisar los castilletes del tendido eléctrico que destrozan la postal. Castilletes y tendido que han condicionado el valor de muchas fincas y que, necesarios para la sociedad tecnificada y “enredada” en la que nos movemos, en muchos tramos deberían haber sido soterrados.


Desde el muro sobre el que se sustenta el vallado de una finca y desde la pared encalada de un cortijo, como sin poder evitarlo, plantas de pericones y de avena loca provocan un contraste curioso a ambos lados del camino. A lo largo de la pared del cortijo y en contraste con el blanco de la cal, la flor malva de los pericones al final de sus fuertes tallos.


Al otro lado, la avena loca y algunas espigas de otros cereales emparentados pintan de verde y seco el muro sin encalar de la finca vecina. Mientras, un gorrión ha volado desde el camino hasta el vallado, introduciéndose de forma ágil entre los alambres trenzados y depositándose en un olivo, a esperar que el viajero prosiga, …, ya volverá a seguir hurgando entre la tierra del camino. Me fijo en la hierba que han debido segar hace unos días, porque aún quedan restos de verde en la maraña de color amarillo pálido y escaso. 


Antes de pasar junto al cortijo, observo que por encima del vallado que perfila la finca, luce una buganvilla majestuosa que impone su color malva a la escena. Aunque no es la única que se asoma, un jazmín repleto de pétalos blancos y junto a él, las hojas anchas de un kiwi desde el que se descuelgan algunos frutos. 


Más adelante, una destartalada higuera, de tronco firme y hermoso, desparrama sus ramas sobre el carril a modo de sombrilla verde. Tiene higos, no solo pegados a sus tallos, también sembrando el camino, así que ando con el cuidado necesario para no aplastarlos y que se queden pegados a la suela de mis botas. Al alejarme de la higuera y de la zona “minada”, observo la acequia sin agua. Las zarzas que crecen sobre la orilla de la finca que la delimita, enredan otra valla vieja y oxidada, trepándola hasta enredarse en algunos olivos cercanos. La recorro de arriba hacia abajo y, de nuevo a ras de suelo, observo una enorme cantidad de plantas que crecen unas sobre otras, entre ellas distingo cañotas, mastranzo y cenizo.


Antes de llegar a la zona asfaltada que avisa que el pueblo está cerca, buganvillas y un rosal trepador han mimetizado sus colores, un rosa descolorido entre el verde intenso de las hojas. Absorto en ese juego de colores, casi olvido que estoy llegando a otro lugar donde caminar con cuidado. Dominando el carril desde muy alto, un moral blanco agita sus hojas anchas al compás del viento, aunque ¡cuidado!, esto anuncia que, bajo su copa, es decir sobre el camino, habrá un manto pegajoso de moras maduras mezcladas con tierra.


Al doblar la última curva, pisando ya asfalto malhumorado por el calor e irradiándolo para molestia del caminante, otro inmenso moral blanco parece que saltase la valla de una finca y, al fondo, un cañaveral frondoso que ha crecido sobre el paso de una acequia. De nuevo, el viento crea sonidos sobre las plantas, en esta ocasión, al agitar las cañas y sus hojas en forma de lanza, parece evocar el rumor del agua y, por un instante, es como si la acequia cobrara vida y un zafe de agua cristalina la recorriera.

 

José A. González Correa

 

agosto, 2023







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