La pena
Nunca sabré porqué me cosieron un alma tan vulnerable. Hoy lo siento, lo
percibo más que otras veces porque llevo el alma anclada al desconsuelo.
Como definir un día como este, …, bueno, quizá lo más sencillo sea
desconectar mi cabeza y permitir que fluya de forma serena todo aquello que nos
empapa y cubre de pena.
A veces, es tan intenso el dolor que causan los acontecimientos tristes,
que tenemos una extraña sensación de calma, casi bienestar. Una calma, tras
acumular la congoja que nos mantiene ateridos y con la que percibimos lo que
consideramos inevitable. Algo parecido a la sensación de frío que nos provoca
el agua extraordinariamente caliente en la ducha. Una percepción equivocada,
pero tan real como la verdadera.
Reconozco como me afecta esta lluvia intempestiva de sentimientos que cae
sin permitir que me guarezca. Soy consciente de las riadas que provoca y la
sensación de un cuerpo empapado y con frío. Hasta que las nubes son tan bajas
que nublan mis ojos y los cubren de lágrimas (similar a la congoja inconsolable
de un niño).
Y la escasa luz que me acompaña después, que poco a poco se convierte en
negrura, espesa y profunda, pero que desahoga y permite recuperar el aíre
mediante un suspiro.
Entonces me descubro descosiendo el encaje que primorosamente tejió la
pena. Esa sensación de bocanadas de ausencias que nos permite sentir palpitar
el corazón. Y, a continuación, sentir que no nos queda nada, hasta que la
bocanada nos solivianta de nuevo.
Nunca sabré dónde se genera ese sentimiento, ni sabré bien como
describirlo. Imagino que es igual que el viciado aíre de un calabozo repleto de
historias tristes. Un aíre que en un momento, por un instante, alcanza la
superficie filtrado a través de sinuosas galerías y, a tan solo unos
centímetros de alcanzar la libertad, encuentra que unas rejas muestran que no
hay salida para el reo ni sus historias, solo para la zozobra y desesperación
que ese aíre arrastra.
Aíre pesado, que finalmente, mezclado con el limpio aíre exterior, olvidará
haber sido el vehículo de aquellos lamentos. Por eso, la pena es como un
sudario, una entrelazada y apretada gasa que cambia y oculta las verdaderas
facciones de nuestro rostro. El vaho que empaña el parabrisas de nuestro coche,
justo cuando la carretera se hace más estrecha y la noche más cerrada.
¿Y cómo deshacer ese encaje sin que las puntadas de esas sensaciones tristes
se claven en nuestros dedos? ¿Qué impermeable nos cubrirá del aguacero?
Tan vulnerable y desguarnecido como el cuerpo sin nombre de un vagabundo
abrigado por cartones. Asistente callado de la indiferencia mezclada de prisas
que transita junto a él.
La pena imperturbable, como el taró que oculta el ir y venir de las olas en
la orilla. Una niebla espesa, constante, que avanza hasta envolvernos y ocultar
nuestra propia silueta. Mientras nuestros ojos, incrédulos, solo perciben una
humedad de color blanquecino.
La tela con la que tejemos nuestros sueños aparece zurcida, hecha jirones a
nuestros pies. Y mientras procuramos rehacer las ilusiones, los trozos siguen
cayendo de nuestras manos, como si el tiempo hubiese acontecido de repente,
acumulando años suficientes como para envejecer todos nuestros anhelos. Ajenos
al futuro, la blancura duradera espesa del fracaso atenaza nuestra memoria, consiguiendo
que todo permanezca quieto y resulte inevitable dejarse caer sobre el suelo.
Entonces, solo queda guardar nuestra alma en un bolsillo y protegerla del
frío de esos sentimientos. Mientras, el ruido de la mar queda apaciguado por el
monótono acorde del paso del tiempo, nuestros ojos, atónitos por esa incansable
blancura, buscan distinguir alguna silueta que los reubique. Así, con el alma
en el bolsillo, la mirada perdida, con el apagado ruido que transmite quedar
sin percibir nada, el tiempo nos consume.
Petrificados, como estatuas de sal frente a un mar que no vemos, como Penélope
destejiendo sueños para no asumir la realidad incierta. Absortos en sensaciones
desechas que el tiempo detiene y nos condena a revivir sin prisas. Teñidos de
nostalgia y rendidos a una realidad de pensamientos rotos.
Todo interrumpido por esa bocanada de ausencia que, a ratos, intercala un
suspiro. Hasta que la niebla se deshaga y la línea del horizonte nos descubra,
de nuevo, la inabarcable realidad del resto de las cosas. Entonces, sólo queda sacar el
alma del bolsillo e hilvanarla con cuidado y zurcir los pequeños trozos
descosidos por la pena.
José A. González Correa
25-12-2018
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