El hueco del alma


El hueco del alma,

Estamos sujetos a una cognición inexacta de todo cuanto nos rodea, principalmente porque nuestro cerebro construye ilusiones del entorno y lo acomoda a nuestra realidad consciente. Esa realidad está adaptada a nuestras circunstancias, en virtud a la forma de procesamiento que nuestro cerebro rige. De esta manera, percibimos como resultado de quienes somos, a partir de una base real que, en definitiva, se transforma en una realidad imaginaria.
Cada ser en su burbuja inmaterial registra las emociones que nuestro cerebro se encarga de coordinar, procesar y, en ocasiones, nos permite compartir con otras personas.
Creo, o mejor dicho, se crea este argumento que escribo, buscando explicar o acomodar lo que la ciencia procesa. Pero, a la vez, no dejo de percibir sensaciones que distraen el hilo de ese pensamiento ligado a la creencia de lo explicable.
Así, distraído, acude a mí una sensación extraña. Cuando creo que todo está en calma y que la rutina diaria es la acostumbrada, una leve sensación de ahogo termina por asfixiar esa calma. Es como si el aíre que respiro no acabara en mis pulmones, sino que sirviera de refresco y ventilara el hueco del alma.
Tenemos el alma cosida, o más bien hilvanada, al perfil de nuestro cuerpo. Similar a la sombra que nos acompaña sin dejarnos solos, salvo que es invisible en relación con el tipo e intensidad de la luz que nos rodea. El alma también, en algunos casos o según lo que queramos creer, ni tan siquiera existe, o sería mejor afirmar que negamos su existencia. Yo no la niego, le atribuyo, dando la espalda a la ciencia, un poder inimaginable. Es el baúl de las emociones, el rincón olvidado de las cosas, el refugio de todo lo bello, la forma inmaterial de los sentimientos, la sombra que hilvanada a nuestro traje humano aporta 21 gramos de esperanza plena.
Percibo la mía en cada momento de soledad sonora, aquella que desconcierta nuestros oídos, haciendo que el silencio sea un murmullo. La siento acompasando el galopado ritmo de mi corazón aniñado, expectante y alerta ante el inicio de un juego. En los momentos inciertos de atardeceres añiles y con la blancura de la luna, mientras dibuja destellos de plata en los enveses de las hojas de olivo.
En el hueco del alma se acunan tantos momentos preñados de ilusión que nos faltan sentidos para percibirlos. Por eso somos tan imperfectos, tan pequeños y cotidianos. Porque cerramos ese hueco y arrinconamos todo aquello que nos sacaría de nuestro caminar alienado, cegado de sueños.
El aíre que me falta y que percibo como un pequeño ahogo inexplicable, se adentra por una espiral intemporal que aboca en ese hueco, en el hueco del alma. Y allí arremolina recuerdos, sentimientos, ilusiones y emociones, con la intención de que fluyan y nos roben el tiempo, ese tiempo en el que decidimos no ser nada, solo rutina encajada en una maquinaria dentro de un reloj que mide la distancia que nos queda hasta la próxima rutina.
Pero si lo notas, si sientes el aire que cosquillea sin que localices dónde, si dejas que los ojos se dejen acunar por párpados y pestañas, si dejas que el tiempo se detenga, aunque las manecillas del reloj sigan tomando posiciones en la esfera... Si acompasas el latido al murmullo del silencio y dejas que ese aire remueva la esencia de lo eterno, ganarás un momento inolvidable, sensación que, de forma inmediata, buscará un hueco, el hueco del alma.


José A. González Correa. Órgiva, abril 2018.

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