Mi alma indigente
Mi alma indigente
No volví la
cabeza mientras, ausente
quedabas
esperando con la mano extendida,
en la acera, como
un océano de desprecio
sin más esperanza
que la de la última frase,
sentencia
inesperada que acaba un sueño.
No deparé un
instante en tu figura,
quieta y
perfilada como el boceto de un dibujo,
incierta y frágil
como tu propia vida,
acabada apenas la
suerte te hizo ser
donde la
desgracia es la riqueza que no tienes.
No florecieron
los adoquines para alfombrar
los pies
desnudos, ausentes de calor
y dispuestos a no
caminar porque no hay color
en cualquiera de
las direcciones que tomes.
Destinado al
destierro donde nuestros prejuicios,
cosidos de miedo
y arrogancia, te arrojan.
Exilado al lugar
de los despojos,
condenado a vivir
sin caricias ni a darlas,
atrapado en el
espejo que tanto nos asusta
y destinado a revelar
nuestra conciencia en navidad.
Escribirte no
ahuyenta la pena que nos causamos,
la tuya forjada
por la certeza de lo diario,
la mía por la
insensible travesía
por llegar
inmerso en la prisa,
sin percibir las
arrugas de la camisa
sobre un alma
encerrada en la atroz carencia,
la falta de
sentir el pulso que asiste a lo ajeno.
No merezco que
resarzan mi pena
si no he vuelto
mi cara, siquiera,
por mantener tu
mirada.
No espero cambiar
nada,
las monedas
permanecen en mi bolsillo y
tu hambre de
verdad y comida
no las espantó mi
gesto insolidario.
Cuantas muestras
de vacío y gestos agrios
derramados sobre
la acera que pisas,
de la que solo
nos preocupa barrer la basura,
aquellas sobras
de ambición colmada
que nos ocupan en
nuestro discurrir de siempre.
Alejados como
estamos no consigo olvidar
mi locuacidad en la
negativa, ni logro,
aun acelerando el
paso, deshacerme
de tu sombra raída
y tu necesidad de ropa.
Tu silencio y tus
ojos callados,
por encima de mis
gestos de miedo,
hacen que abandonar
la imagen de tu silueta
no me devuelva la
calma, ni escribiendo a tu soledad inimaginable.
José A. González
Correa
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