El rincón olvidado de las cosas
El rincón olvidado de las cosas
Probablemente
el rincón olvidado de las cosas sea el lugar mágico de una casa, aunque sus
inquilinos lo ignoren. La vida fluye a diario dejándonos deslizar junto a ellas
nuestras historias y sentimientos. Algunas historias son como fueron, otras
quizá están a punto de ocurrir y las mágicas, las más intensa y maravillosas,
quedan suspendidas del tiempo y permaneces aisladas en el rincón olvidado de
las cosas.
El
espacio bajo la mesa de camilla era la guarida perfecta. La ropa tupida que
cubría la mesa de camilla de mi casa de niño, gruesa y cálida, permitía la
oscuridad precisa de una cueva domiciliaria. Y era allí dónde acudía cuando las
pequeñas cosas se acurrucaban junto al corazón pequeño de aquel niño inquieto.
No tenía más que acunar la imaginación para pasar las tardes soñolientas del
invierno. Recordando las historias narradas durante las tertulias de verano,
sobre tesoros moriscos y almas atrapadas en el mundo de los vivos, a la espera
de resarcir cuentas pendientes. Ese era un lugar perfecto donde había un rincón
de las cosas olvidadas. No solo porque las guarda, sino también porque las
evoca. Y allí de bajo, ausente de todo, aparecían los magníficos relatos de mi
infancia de aprendiz de alpujarreño.
En
aquel refugio recordaba las historias fantásticas y terribles que narraban a
todas horas por las señoras más viejecitas del pueblo. Con especial celo y
dedicación se entregaban a contarlas, describiendo los detalles con cierta
vehemencia, algo de grandilocuencia y, por supuesto, explicando con detalle los
porqués del cuento.
…
Cada noche se despertaba a la misma hora, sudoroso y asustado. De pronto la
habitación quedaba helada por un aire al que no le reconocía lugar de entrada,
pero que le erizaba la piel. Transcurrido ese instante de pánico, conseguía
desgalopar su corazón y, hundiéndose poco a poco en el abismo de su cama,
procuraba volver a quedarse dormido. A la noche siguiente la situación se
repetía y su respuesta también, al abrigo de la ropa de cama conseguía apartar
el miedo de su cabeza y caer poco a poco en un sueño liberador de angustias.
Pero una noche, domado el corazón tras el temor de inicio,
consiguió desprenderse de sábanas y mantas y poner ambos píes en el suelo. Se
levantó decidido y buscó la desgastada vela que había dejado sobre el arcón que
le servía de mesa. Acudió hacia ella algo temeroso, sus ojos no distinguían los
objetos, solo los palpaba. Por fin la encontró y asió con cuidado para que no
se volcara, toco con suma delicadeza el cabo de la vela y tras encender una
cerilla, finalmente, lo prendió.
La llama dubitativa fue animando sombras y dibujando
tímidamente la habitación. Una estancia sencilla, donde además de lo ya
descrito había una silla y un desvencijado armario. Las vigas del techo le
daban un aspecto abollonado y el suelo de pizarra atrapaba el frío de la noche.
Caminó despacio dirigiéndose hacia la puerta, la llama de la
vela jugaba saltarina y representaba alegorías en el claroscuro. Abrió decidido
y contempló el vacío en la cocina y percibió de nuevo un aíre helado que surgía
de la nada. De repente, la vela se apagó. Supo que no había sido casualidad, porque
un soplo intenso de aire se había dirigido hacía ella de forma intencionada.
Con paciencia y mucho miedo, sacó otro fósforo de la faltriquera y encendió la
bujía. La mano tembló sin control cuando la luz volvió a desaparecer ante sus
ojos atónitos. Repitió el proceso anterior y levantó la vela con firmeza, al
mismo tiempo que con voz rotunda exclamaba: ¡Dime qué quieres de mi!
Las palabras quedaron suspendidas en la habitación, las
sombras se alborotaron al mismo tiempo que la luz de la vela temblaba, aunque
no se apagó. Una voz similar al viento que ulula entre los árboles le dijo: - ¡Quiero
que desentierres el tesoro por mi!, me fui dejándolo escondido y mi alma no
descansa intentando levantar la tierra y encontrarlo.
- ¿Quién eres?, preguntó nuestro protagonista con la voz tan
escasa que ni el vaivén de la luz de la vela se percató de aquellas palabras.
- Soy un morisco asesinado por los soldados de la
reconquista. Huí de Granada a tiempo de salvar mis bienes y la vida de mis
hijos y llegué al barranco de Poqueira después de largas jornadas de caminar
duro. En el mismo barranco enterré mi dinero y joyas, con la idea de volver a
por ellos cuando la guerra acabara y se nos permitiera integrarnos en las
comunidades conquistadas. Sin embargo, mi alma escapó de mi cuerpo cuando fui
arrastrado de mi casa y degollado ante mi familia. Por eso, mi alma no
descansará hasta que el tesoro vuelva a los míos, lo necesitan después de
muchos siglos de calamidades. Me destroza contemplar, sin poder hacer nada, como
las generaciones que me sucedieron aun siguen arrastrándose en la subsistencia.
- ¿Qué quieres que haga?, no se qué hacer ni como ayudarte.
- No te preocupes, solo tienes que acompañarme, no tengas
ningún temor porque nada puedo hacerte, solo esperar que me ayudes.
- No puedo evitar tener miedo, aún no puedo creer que todo
esto es real.
- Solo tienes que darme la mano y te llevaré junto al
tesoro, no sentirás nada, salvo el frio de la noche y la humedad del rio que
transita bajo el barranco. Te daré mi mano ahora, no temas al contemplar su
frialdad, llevo siglos muerto.
Mi paisano tembló como un niño y sin apenas articular
palabra alcanzó a decir: no.
No puedo acompañarte, no tengo el valor de caminar junto a
un muerto.
El frío lo atravesó de inmediato, sintió que un soplo de
aire helado se filtraba a través de su cuerpo, al tiempo que la vela se
consumía de repente y sonaban golpes por toda la casa.
- No te molestaré más, buscaré ayuda en otro lugar, en otra
persona. Ahora duerme tranquilo, cuando despiertes todo habrá sido un sueño.
Seguiré mi camino y no volveré a despertarte de madrugada buscando la ayuda que
no me puedes dar. Tienes miedo y lo entiendo.
Sin pensarlo, nuestro vecino se volvió hacía el cuarto,
depositó la vela apagada en el arcón y se arropó todo lo que pudo, hundiéndose
cuanto podía en el abismo cierto de la cama.
Dolores se llamaba la anciana que nos narró a mis primos y a
mi esta historia, hace muchos años. Cuando pasábamos uno de los veranos en
Pórtugos. La vivienda de aquella mujer solía servir de fonda improvisada para
algunos veraneantes, antes de que el turismo rural organizara el descanso
campestre de muchas familias y parejas de nuestro país. Era una casa típica de
la Alpujarra, de dos plantas, pequeñas de altura, altillo, tinao y terrao donde
airear y secar maíz, patatas o lo que se necesitara. Una cocina con lumbre o
chimenea, donde pasar los días y las noches de invierno y una habitación
recuperada de lo que fuera una cuadra. Y allí, en aquella cocina, bajo el techo
de vigas y cañas encaladas como el de la historia relatada, la vieja Dolores
contaba uno y otro cuento, como ella los denominaba. Y esos cuentos, están ahí,
el rincón de las cosas olvidadas, hasta que una tarde de sábado se derraman en
la memoria sin saber desde el lugar exacto que aparecieron.
Al igual que cientos de cosas que permanecen humildemente
calladas, adormiladas entre el vaivén de sobresaltos diarios. Cada casa tiene
distintos rincones, cada persona los suyos y cada día una oportunidad por
descubrirlos.
José A. González Correa
enero-2017
Barranco del río Poqueira, visto desde Capileira
Capileira, vista desde Camino de Abuchite
Terraos de Capileira
La nostalgia por esas historias y lugares que enriquecieron nuestra alma durante la niñez son nuestros verdadera riqueza, gracias por compartirla, un gran abrazo desde San Luis Potosí
ResponderEliminarUn fuerte abrazo desde el último bastión morisco, hasta pronto.
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