Un día de calor
La ausencia de todo, incluso de aire. La sensación tranquila y
pausada de una día de calima. Sentado a la sombra, intuyo el ruido de las olas
a un centenar de kilómetros, y absorto
imagino el distinguido planeo de una gaviota, que hasta se me antoja ociosa.
Los minutos se van desgranando como una espiga de trigo madura,
cubriendo la sombra en dónde me cobijo de una tupida alfombra dorada.
Se acumulan las sensaciones mientras el calor se vuelve
insoportable, el sudor asoma apresurado
y escurre y discurre sobre mi rostro. Atesoro la escasísima brisa que me
acaricia suavemente la cara, y cierro los ojos durante un breve instante de
placer infinito. Aunque el momento es efímero queda guardado en mi memoria
durante el tiempo suficiente que necesita el subconsciente para mitigar el
calor insoportable.
Vuelvo a imaginar el mar, cautivo de su monotonía constante, con
un movimiento imperceptible que precipita con suavidad el agua sobre la orilla.
Contemplo con los ojos cerrados, el atareado encaje de espuma en retirada y la
sensación de cosquilleo sobre los pies descalzos.
Camino en mi memoria sintiendo como los pies se hunden sobre la
arena húmeda, y correteo jugando con las olas, mientras huyo ante su avance o
me dejo atrapar por el agua.
Prisionero de esa imagen percibo que las gotas de sudor siguen
resbalando por mi cara. El aire está detenido, se abate sobre el lugar de
sombra que me acoge, cae sobre mi como un visillo inmenso desprendido del
cielo. Me envuelve completamente y por instantes he de inspirar profundo para
que se acomode en mis pulmones.
De vuelta a la realidad, bajo la sombra de un olivo centenario,
con el canto inagotable de las cigarras de fondo y a la espera de la próxima
brisa de aire, me sorprendo pensado lo fácil que resulta visitar la orilla del
mar, aun a un centenar de kilómetros de distancia, y comprobar que el día de
calor va de monte a costa.
30 de julio de 2016
José A. González Correa
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